Los señores del crimen
El año cinematográfico en Santiago se cierra al tope con un ciclo del Cine UC que recoge algunos de los más clásicos y alabados filmes de gángsters del Hollywood de oro.
En las primeras décadas del cine comercial, mucho antes de los superhéroes y los niños magos, había dos vertientes de figuras asociadas a la acción: el vaquero y el mafioso. El vaquero solía ser la encarnación de todos los grandes valores de la cultura norteamericana, como el coraje, el deseo de hacer justicia y la lucha por una mejor vida.
El mafioso era todo lo contrario y por eso casi siempre era más entretenido que el vaquero.
El mafioso también luchaba por una mejor vida y también usaba para eso un arma de fuego. Pero no aspiraba a una utopía de familia burguesa a través de la venta de ganado o el cultivo de la tierra. El mafioso se movía en la gran ciudad y su ambición era trepar a la cima burlando las mismas leyes que todo el resto del mundo obedecía.
El ciclo del cine UC incluye diez películas que van desde el período mudo (La ley del hampa, 1927) hasta el fin del gran cine de oro de los estudios (Una Eva y Dos Adanes, 1959). Es un vistazo general y bastante certero a las cimas del género, que a veces se confunde con el film noir, pero que no es lo mismo.
El film noir es un cine de crimen, tragedia y castigo que suele girar en torno a un delito que el protagonista investiga o comete. El de mafiosos es un cine de capitalismo pervertido, de ambición y de tragicomedia que a veces (como en la magnífica I Walk Alone) sirve de inesperada plataforma para criticar la esencia del sistema económico.
El enemigo público (1931), El pequeño César (1931) y Angeles con la cara sucia (1938) son tres de los títulos del ciclo y de alguna manera forman una trilogía por sí mismos. Son historias de ascenso y caída, donde la ambición mafiosa es presentada como algo muy similar a una adicción: el gángster se embelesa con las posibilidades de la empresa criminal, construye un imperio, desafía a la ley y (de una forma u otra) termina pagando un precio que sirve de advertencia a sus colegas.
Muchas de estas películas incluyen, de hecho, ingenuos carteles explicativos que advierten del peligro de admirar o usar como modelos a estos personajes. El tono de esos carteles (como en Scarface, de 1932) sugieren que estos dramas de niebla, sombra y sangre deben ser leídos como fábulas didácticas para despertar conciencia de un mal social.
Sin embargo, al ver estas maravillosas películas la sensación final es justamente la contraria: que el sistema es injusto, que la ley es una podredumbre al servicio de los ricos y que no hay nada más noble, excitante y humano que coger un arma y salir a las calles a convertirse en un gángster.
Por eso la corrosión moral que implicaban estas historias se fue puliendo y domesticando con los años. Hoy resultaría inconcebible (en la industria) una cinta criminal como Los violentos años veinte (1939), donde la policía no sólo es una pandilla tan temible como las mafias, sino que además opera bajo el auspicio directo de políticos corruptos.
Es ese aire despeinado, de descontrol y fascinación por el delito y la muerte el que sale a flote viendo estas películas, incluso en plena era digital. En un año donde el respeto a diversas instituciones (desde las iglesias hasta las policías) se tambaleó hasta quedar en el suelo, repetirse o descubrir el cine de mafiosos es una buena manera de cerrar el ciclo: es apreciar un género hoy día muerto, pero que en épocas de guerra, persecución y crisis económicas, miró al mundo con los ojos abiertos y determinó que la única manera de vivir en él es caminando entre las sombras, a solas y con una pistola en la mano.
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