Masacres chilenas

Carabineros resguarda la cuadra del tiroteo en Puente Alto
Carabineros resguarda la cuadra donde un individuo disparo y dio muerte a 5 personas en un casino ilegal de la Comuna de Puente Alto. FOTO: SEBASTIAN BELTRAN GAETE/AGENCIAUNO

Anoto esto porque hay una desproporción en el interés que estas masacres exhiben y el que le pueden provocar a los ciudadanos nuestros hechos de violencia locales. La semana pasada, en Puente Alto, un hombre entró a un local de juegos y mató a cinco personas. Disparó 70 tiros y luego escapó. La historia dejó de tener interés rápidamente.



Existe una inquietante fascinación periodística por los tiroteos masivos en Estados Unidos. Aquella no es nueva, viene desde hace décadas pero estos años parece haberse actualizado con peculiar fervor. Nada raro, pues en un país que quiere debatir sobre el porte legal de armas, el asesinato es una especie de subcultura que emite su ola de expansión al mundo. De este modo, sabemos más del mapa de las masacres en lugares como El Paso o Florida que las que ocurren en los barrios de las ciudades latinoamericanas, asediados por el narco y su propios rituales de violencia. De hecho, el culto a los asesinos de masas existe ahí como un panteón oscuro; figuras de quienes conocemos tanto sus rostros como sus manifiestos políticos y enfermedades psiquiátricas y donde los testimonios de sus familiares y vecinos conviven con las fotografías de sus patios o de sus habitaciones de la infancia.

La figura omnipresente de Donald Trump y su delirio ideológico y sus tweets desquiciados solo amplifican la extrañeza, que quizás se traduce en cierta anestesia moral, como bien refirió el inglés John Oliver al comienzo de uno de uno de los últimos capítulos de su show semanal por HBO. Esa anestesia se explica quizás porque accedemos a estas imágenes e historias de muerte como noticias aunque, en realidad, toda información está empacada para ser consumida como un puro espectáculo, del mismo modo en que las piezas bélicas del ejército esclavista de la Guerra Civil son presentadas como fetiches familiares en shows como "El precio de la historia", que exponen el detritus de aquella tradición de violencia como un museo vivo, capaz de iluminar el presente. Es interesante ver esos shows, que tratan a las armas como objetos sagrados, puras reliquias que merecen ser autentificadas y veneradas, para quedar expuestas en vitrinas donde la luz les pega de manera perfecta, haciendo que los detalles exhiban el paso del tiempo, que las carga de peso emotivo y simbólico.

Anoto esto porque hay una desproporción en el interés que estas masacres exhiben y el que le pueden provocar a los ciudadanos nuestros hechos de violencia locales. La semana pasada, en Puente Alto, un hombre entró a un local de juegos y mató a cinco personas. Disparó 70 tiros y luego escapó. La historia dejó de tener interés rápidamente. Que hubiese cinco muertos dio lo mismo que los nombres y los rostros de los presuntos asesinos (aún prófugos), quienes dejaron de importar casi de inmediato. La masacre de Puente Alto se convirtió en una nota fugaz, apenas un parpadeo informativo del que era mejor esconder toda violencia pues nos remitía a un mundo concreto, a una colección de problemas que no podían ser explicados por ninguna teoría racial o culto morboso sino que, por el contrario, solo se convertía en otra muesca sobre el mapa de los crímenes del gran Santiago y sus bordes.

Porque no había show posible ahí. No era posible vender el crimen como entretención, su misterio era transparente en su horror. Basta ver la grabación que circuló del hecho, que corresponde a una de las cámaras del local y que tiene una resolución idéntica a las de todas las cámaras de seguridad de todos los negocios parecidos, puras imágenes fijas hechas de tiempo suspendido, idéntico en la morosidad del transcurso de las horas.

En ellas, aunque están editadas, podemos ver cómo la gente huye antes de descubrir el borde superior derecho de la pantalla la mano del asesino con el arma (el cargador parece de una automática, es más largo que el de un revólver común) mientras el grueso de su cuerpo queda fuera de campo, al modo de una súbita presencia ominosa que interrumpe lo cotidiano para quebrarlo para siempre. Así, el acto de violencia existe como un mapa de la ciudad que no puede ser dibujado con el sensacionalismo frenético de las tomas aéreas de helicópteros o drones sino con los fragmentos de la vida real de este invierno donde el frío se cuela por las ventanas enrejadas de las casas o la luz pesada que cae sobre las esquinas de Santiago. Es la nitidez de aquello que no queremos ver, las coordenadas de nuestra propia cultura de la muerte.

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