Oro y cielo para el Loco Castillo
Fue todo un éxtasis "guatamarilla": feo, si se quiere, pero radiante y gratuito, un delirio a lo Macondo propiciado por Castillo, ese hombre desprendido que venía de la población Gómez Carreño y que un día se ganó la Polla Gol e invirtiendo en micros y moteles erectó una fortuna que le permitió salvar al Everton de la quiebra y asumir su dirección.
Pocos sonidos de mi infancia recuerdo con tanta nitidez como el golpe seco de los zapatazos que jugando por Everton los pelaos Geoffroy y Sorace le daban a la pelota en el estadio Sausalito.
El equipo viñamarino es conocido como Oro y Cielo (por los colores de la ciudad reflejados en la camiseta, igual a la de Boca Junior, un equipo argentino) y como los Ruleteros (por el casino). En esa doble nominación –una geografía luminosa versus la onda billetona que la nubla– se escondía, creo, la raíz de una dicotomía que terminaría con el equipo desmantelado y en manos de un holding mexicano.
La barra evertoniana, pequeña pero grandiosa, se llamaba Chicomito Martínez; con mi papá íbamos a galería y más de una vez pude pasarme para alentar entre bombos al equipo de mi corazón. Aún me veo recogiendo de entre los tablones diario picado para tirarlo al cielo cuando cayera el gol del triunfo y rato después dejándolo caer al suelo cuando ya era un hecho que ese gol no había llegado. Así se era hincha de Everton, con auténtica resiliencia, soñando a partir de poco (tres antiguas copas) y recibiendo menos.
Ser evertoniano era formativo porque la pérdida era tu sede, y eso, no nos hagamos los Yuraseck, es lo propiamente humano: vivías para la derrota y cuando llegaba un pedazo de gloria, una atajada voladora o una goleada (como ese 3-0 a la U en la Copa Digeder 1990, plena época del tiro libre sin barrera), eras desbordado por una alegría inolvidable como zapatazo de Edgardo Geoffroy. Se cantaba entonces con fervor el himno en spanglish (Ever for ever / en el corazón) y luego las pullas de rigor contra el rival (Que lo vengan a ver / esto no es un arquero / es una puta de cabaret).
Qué fome, formateado y previsible, en contraste, es este Chile ganador que se ha instalado con ostentación y prepotencia nivel Piccola Italia en las últimas décadas, el Chile runner & winner pregonado en los 90 por esa peluca huidiza llamada Büchi y perpetuado luego por sus adversarios.
Vienen estas cavilaciones ahora que murió el Loco Castillo. Imposible olvidar ese verano del 96 en que Castillo presidió Everton por 35 días. La adolescencia con sus penosos afanes me alejaba por aquel entonces de la pasión Oro y Cielo hasta que de repente ésta volvió de manera imponente: las calles, veredas y postes del centro de Viña se pintaron de azul y amarillo, sobre todo en la calle Viana, donde estaba la sede, frente a las murallas sobre las cuales pasaba el precioso tren.
Fue todo un éxtasis "guatamarilla": feo, si se quiere, pero radiante y gratuito, un delirio a lo Macondo propiciado por Castillo, ese hombre desprendido que venía de la población Gómez Carreño y que un día se ganó la Polla Gol e invirtiendo en micros y moteles erectó una fortuna que le permitió salvar al Everton de la quiebra y asumir su dirección. Contrató a los mejores jugadores, pintó todo e hizo rozar la gloria a una hinchada entera.
Luego el Loco cayó en una larga deriva de sicosis, desvaríos (incluida una candidatura RN a concejal), droga y miseria. La derrota, otra vez. Las calles, en tanto, fueron despintadas, Everton entró de lleno en la insignificancia (aunque igual le arrebató la copa a Colo Colo el 2008) y la ciudad se cargó a lo ruletero: los vagones del tren serían tapizados con horrendas publicidades de mayonesa y bebida, el plano regulador pasado por el aro y el festival y el casino erigidos como los verdaderos campeones.
El 2018 Everton recibió a la U y perdió porque le expulsaron a dos jugadores, lo que desató la furia de un hincha en las gradas: Jorge Castillo, el mismísimo Loco, quien, según cuenta Cristián Arcos en el excelente perfil que le hizo en el Clinic, saltó las rejas para encarar al árbitro. El club fue multado y, en represalia, le prohibió al Loco volver al Sausalito. Lo que vendría sería la irreversible desgracia, culminada este invierno con su suicidio en un sitio eriazo de Reñaca, el final de la ilusión Oro y Cielo que 20 años antes el Loco le regalara a toda una hinchada que no lo olvidará.
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