Paulina en la sala
Esta semana se cumplen cien años del nacimiento de Pauline Kael, la legendaria crítica de cine estadounidense. Colegas, directores y productores la odiaron y temieron pero, sobre todo, la leyeron. Porque la dama no sólo sabía de películas, también sabía muy bien (con precisión quirúrgica y medieval) cómo ofender por escrito.
En general, hay dos tipos de cinéfilos. Están los que esperan que una película reafirme sus ideas sobre el mundo. Y están los que entran a la función esperando algo que nunca antes han visto. La santa patrona del segundo grupo es Pauline Kael, una crítica de cine que, de haber estado viva ayer, de seguro habría celebrado sus cien años de vida yendo a ver una película.
Pero la Kael murió el 3 de septiembre del 2001, ocho días antes del ataque a las Torres Gemelas y la misma semana del estreno comercial de Mulholland Drive de David Lynch. No es claro cuál de esos dos eventos le habría importado más a ella en su época de gloria, esa época en la que escribió: "Las películas son esa forma de expresión fácil y barata, el sombrío arte de los desplazados".
Nacida en 1919 en una granja avícola en California, Pauline Kael fue, sin duda, la figura crítica más famosa en el cine del siglo XX. Y lo fue no en virtud de su carisma en pantalla (odiaba la televisión) o su presunta objetividad (hizo del juicio antojadizo una heráldica) sino a propósito de su enorme talento con las palabras. Kael fue una escritora que decidió dedicarse a la crítica de cine y convertir sus textos en medios como el New Yorker en diarios de vida donde hablaba de su biografía y de su gran amor, que era el cine.
El estilo de Pauline Kael fue de enorme influencia entre los críticos de cine más jóvenes (incluyendo un posterior director y guionista conocido como Paul Schrader) porque los liberó de la vieja escuela. Donde los veteranos de la reseña clásica preferían la elegancia de la tercera persona, Kael apostó por el Yo desaforado, carnal y mayúsculo. Donde los viejos tercios de la crítica de cine apostaban por juicios de ironías elegantes y evaluaciones medidas, la Kael aportó estridencia, exageración y arbitrariedad.
Para ella, la sala de cine era el lugar del vicio y del romance. No era una iglesia ni una sala de clases. Por lo tanto ¿cómo se le podía pedir a un crítico de películas moderación y buen gusto para describir una experiencia estética tan cercana a las bajas pasiones?
Pauline Kael fue la primera figura de la crítica de cine que se declaró fanática de directores y actores de manera pública y abierta. Contradiciendo una etiqueta básica del gremio, se acostumbró a relacionarse socialmente con los creadores que le interesaban, incluso aquellos a los que demolía en sus artículos.
A la pantalla, arengó la Kael toda su carrera, había que hacerle justicia a patadas y palos. Y la crítica de cine no era un espacio de discusión educada sino una pelea callejera. Fue esta actitud la que hizo que muchos estudiantes de cine abrazaran sus textos como los evangelios, al mismo tiempo que sus enemigos se acostumbraran a recibir los ataques más arteros con cada estreno en salas.
De Ridley Scott dijo que sólo un hombre dispuesto a dejarse barba para esconder un mentón debilucho (¿?) podía prestarle tan poca atención a la calidad de los diálogos. A Robert Mitchum, uno de sus actores favoritos, lo describió famosamente como "esa rana de ojos hinchados cuya panza crece y crece hasta volverse un pecho honorario". Y su definición de Federico Fellini como un "organizador de fiestas profesional" se adelantó dos décadas al descalabro general de la etapa ochentera del italiano. El mismísimo David Lean, ilustre director de clásicos como Lawrence de Arabia, decía que el salvaje ataque de la Kael a su película La hija de Ryan (1970) había contribuido a su decisión de alejarse de la industria por casi quince años.
¿Qué decía la Kael al respecto? Que Lean era un llorón y que jamás le perdonaría haberle dado a Robert Mitchum un papel tan pasivo como el del profesor de La hija de Ryan. Porque hay otro aspecto de la carrera crítica de la Kael que debe mencionarse y es su enorme capacidad para el rencor estético.
Y así como era capaz de defender títulos que en su momento todos odiaron (Bonnie & Clyde) y de apoyar a directores entonces tan jóvenes y verdes como Spielberg o Brian de Palma, Kael también podía enfurecerse ante la que consideraba la peor traición de todas: la de filmar malas películas cuando se tenía el talento para filmar buenas películas.
Ese fue el origen de su odio o sospecha hacia tipos como Kubrick, Godard y Welles, una sospecha a la que este último respondió en su rescatada El otro lado del viento (2019), donde hizo que Susan Strasberg encarnara una pedante, parlanchina e insoportable versión de la Kael. Esa fue, quizás, la medalla que le faltaba en el uniforme a la autora de Kiss Kiss Bang Bang: generar tal nivel de resquemor en uno de los grandes genios del cine que este se viera forzado a exorcizarla en pantalla.
Kael escribió en una época donde las películas eran el centro de la cultura popular. Su lento retiro durante la década de los '80 coincidió con la llegada al ruedo de los gremlins, los terminators y los depredadores. Eran personajes que no le interesaban y que consideraba indignos de la atención de un adulto.
Pero -algo digno de notar- no rechazaba esos blockbusters por burdos o genéricos. Los miraba con distancia por no cumplir uno de los primeros requisitos de la gran basura fílmica, que es entretener. Las películas, para Pauline Kael, eran oportunidades de recobrar el tiempo perdido, ya fuera el de Proust o el de las horas malgastadas en la cola de un banco. El cine de género, abierto, real y asumido siempre le pareció la cima del medio. Le declaró la guerra a todo lo demás porque ella mejor que nadie entendió la gran tragedia de cualquier cinéfilo que se respete y se precie de tal: es tan corta la vida y tantas las películas.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.