Santa Marta Hotel
El epílogo de ese relato aún no llega, pero me pregunto si las rutinas de ese hotel son como las de otros hoteles. También me pregunto si Cruz, Hamilton y Murillo percibirán en ellas un laberinto antes que un abrazo, o si ahí alguna clase de trampa final se cernirá sobre ellos.
Leo en alguna parte que el papa Francisco se pasea a veces por la Casa de Santa Marta y apaga las luces encendidas de las habitaciones y salones que nadie está ocupando. Vive ahí. El lugar en realidad se llama Domus Sanctae Marthae, queda al costado de la Basílica de San Pedro y es una suerte de hotel de más de 100 habitaciones que Juan Pablo II dispuso para que se queden personeros de la Iglesia Católica que están de paso por el Vaticano. En el siglo XIX fue un hospicio para enfemos de cólera. Los cardenales que participan en el cónclave deben alojar ahí. A algunos no les gusta la cocina del lugar, leo también. Bergoglio, en cambio, decidió quedarse y no vivir en el Palacio Apostólico, que es la residencia que usualmente utilizan los papas y cuyo balcón se abre a la Plaza de San Pedro. Como Nabokov en Suiza, transformó un lugar de paso en su residencia permanente. Por supuesto, todos estos datos son aleatorios, parte del decorado de una trivia más bien inútil pero que ayuda al mito y contribuye a cierta imagen pública quizás es también literaria: nada luce mejor ante la opinión pública que parecer un personaje de Morris West antes que uno de Paolo Sorrentino.
Es a Santa Marta donde el papa ha invitado a Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo, las víctimas que fueron los principales denunciantes del caso Karadima luego de la lectura del informe que Charles Scicluna sobre su visita a Chile. Cruz está en Roma hace casi una semana y ha indicado que ayer jueves tenía que hacer el check in en Santa Marta. El Papa lo verá en algún momento del domingo, ha dicho. Cruz también contó que se topó con el cardenal Errázuriz en la embajada chilena. No hay información sobre si Errázuriz también se está quedando en el lugar. Está en el Vaticano porque es parte de un comité de cardenales a los que se les ha encargado una modernización de la curia romana. Por supuesto, resulta increíble que se haya cruzado con Cruz aunque esto a lo mejor confirma esa habilidad que tienen los chilenos para encontrarse en lugares remotos. Las denuncias que él, Murillo y Hamilton hicieron públicas hace casi una década terminaron de explotar ahora: ellos eran los rostros de una verdad que se había tapado por años, las voces silenciadas de la mecánica de una conspiración de la Iglesia Católica chilena para encubrir los abusos que existían en su seno.
Por lo mismo, como novelista, el encuentro entre Erráruriz y Cruz no deja de parecerme cautivador en tanto ficción posible: se trata de uno esos azares donde la realidad parece cargarse de sentido para sintetizar los signos de un tiempo concreto. Según Cruz, con Errázuriz se dieron la mano y cruzaron un par de palabras. A Errázuriz no le gustó verlo ahí y quizás ese breve intercambio es el clímax que sirve como contrapunto del relato horroroso de la experiencia de Cruz con una institución que trabajó de modo decidido para acallar o desestimar durante tanto tiempo el testimonio del abuso que sufrió. Por lo mismo, es imposible no recordar los versos que cerraban "Los hombres huecos", el poema que T. S. Eliot escribió en 1925. "Así es como termina el mundo/ no con una explosión sino con un quejido", anotó en un texto que hablaba de sujetos a quienes la violencia que alguna vez ejercieron los ha dejado vacíos, "rellenos de aserrín" en un mundo donde es inminente la llegada de las sombras.
El epílogo de ese relato aún no llega, pero por ahora miro imágenes en internet de Santa Marta y me pregunto si las rutinas de ese hotel son como las de otros hoteles. También me pregunto si Cruz, Hamilton y Murillo percibirán en ellas un laberinto antes que un abrazo o si ahí alguna clase trampa final se cernirá sobre ellos, como si esa sombra que caía sobre las cosas en el poema ("Entre la idea/Y la realidad", anotaba Eliot) pudiese estar enmascarada también en la luz que cruza el vestíbulo y los cuartos de Santa Marta, animando todas las pequeñas señales de la vida diaria del lugar. Tal vez esa sombra atraviesa el reflejo deformado de los rostros en el bronce bruñido del ascensor, es el acento secreto del murmullo de las conversaciones al desayuno o la electricidad silenciosa que anima los cruces de miradas en el lobby; estallando más tarde en la galaxia de pequeños sonidos que cualquier pasajero descubre en una habitación que no conoce, todo como parte de la misma gravedad ominosa que guía los gestos cotidianos del personal al modo de una coreografía ritualizada, tan púrpura como muda.
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