Superar la frustración, abandonar la inercia: el programa económico de Gabriel Boric (una respuesta a Ignacio Walker)
“Estas batallas se han ganado, sobre todo, por la presión irresistible de los hechos y solo secundariamente por la lenta erosión de los viejos prejuicios”.
John Maynard Keynes
En 1959 el economista socialista Aníbal Pinto advertía que el desarrollo chileno estaba preso de una gran contradicción. Por un lado, existía un orden económico estancado y sin capacidad de crear nuevas capacidades productivas y, por otro, una sociedad que avanzaba en sus demandas por mayor integración social y política. La propuesta de Pinto era clara: había que crear un régimen económico que acelerara su desarrollo para hacer sostenible en el largo plazo las demandas sociales, ya que lo contrario implicaría una intensificación de la polarización social y una fuerte inestabilidad política. En ese diagnóstico, Pinto había comprendido algo clave: mientras la inercia política era una irresponsabilidad, el objetivo de crear una nueva estrategia de desarrollo era lo verdaderamente realista.
Chile vive un momento similar: las movilizaciones socio-ambientales contra el extractivismo, las protestas del No+AFP, las luchas estudiantiles y feministas, la revuelta social del 2019 y su resultado constituyente hablan de una sociedad que demanda más derechos sociales y participación democrática a una economía que tocó sus límites productivos, ambientales y redistributivos. Ante eso, se requiere de un nuevo modelo de desarrollo que, junto con asegurar derechos y distribuir poder, logre crear riqueza en forma sostenida y así asegurar en el largo plazo dichos derechos. Pero para eso, hay que primero superar prejuicios y fantasmas.
En su última columna de opinión, Ignacio Walker (luego de haber leído, al menos esta vez, el programa de gobierno) sostiene que la propuesta en materia de política comercial es conservadora y soberanista. Aquello podría tener asidero si la propuesta fuera una autarquía e implicara el cierre de fronteras para ‘resguardar’ algún ‘alma nacional’. Pero no, lo que sostenemos es una inserción pragmática y estratégica al comercio internacional. ¿Qué entendemos por eso? Primero, es afirmar que la política comercial de apertura indiscriminada y con un Estado subsidiario estimuló un crecimiento a partir de una explotación sostenida de nuestras ventajas comparativas. Aquello efectivamente brindó una década de dinamismo, pero (y esto no es novedad para nadie) fue incapaz de entrar sostenidamente en una ‘segunda fase exportadora’ (como decían los colegas de Walker en los noventa). La política comercial debe ser una herramienta para el desarrollo productivo, y cuando dicha política ya agotó su fuerza para ese objetivo, es una acción de mero pragmatismo replantear sus instrumentos.
Segundo, para avanzar hacia nuevas fuentes de crecimiento – superando el carácter extractivo de nuestra matriz productiva y exportadora– necesitamos diversificar y sofisticar lo que producimos, y para esto, es clave replantear la estrategia comercial seguida en las últimas décadas. Joseph Stiglitz, por ejemplo, ha señalado que los acuerdos comerciales han implicado una reducción del espacio para hacer políticas productivas. No está solo en ese diagnóstico. Hay un creciente consenso sobre las limitaciones que la actual gobernanza de las instituciones que regulan los mercados internacionales impone sobre las aspiraciones desarrollistas de los países que no han alcanzado dicho estadio. Ya desde el 2004, la UNCTAD, en repetidos informes, ha advertido sobre cómo las reglas de estos acuerdos bloquean políticas industriales, de regulaciones financieras y manejo del sector externo, y sobre-protegen la propiedad intelectual.
El problema es que esas políticas que se restringen son precisamente aquellas que, en conjunto con una canasta de medidas, son necesarias para dar un nuevo salto en la creación de riqueza. Por ese motivo, replantear normativas dentro de estos acuerdos comerciales como los referidos a los mecanismos de ‘expropiaciones indirectas’, las restricciones ‘al contenido nacional’ y a la ‘transferencia tecnológica’ sobre las inversiones extranjeras, son importantes para erigir un marco regulatorio que asegure que dichas inversiones sean parte del esfuerzo desarrollista. Por poner un ejemplo, Noruega logró tempranamente vincular las licencias a capitales extranjeros de explotación petrolera a políticas de contenido local, transferencia tecnológica y altos royalties, lo que levantó una industria offshore doméstica, junto a encadenamientos productivos con el tejido productivo nacional en áreas de servicios, ingeniería e infraestructura.
Medidas como las que adoptó Noruega –y otros países nórdicos a los que con frecuencia nos gusta compararnos– son favorables para que las inversiones, por ejemplo, mineras, dejen de comportase en forma de enclaves y levanten encadenamientos productivos ‘hacia atrás’ con capitales nacionales en diversas áreas de servicios de ingeniería, maquinaria de transporte o procesamiento. Esto es justamente lo que nos decía otro indispensable para construir el pragmatismo que el debate económico y político del país necesita: el economista Albert Hirschman logró irrumpir en los debates de desarrollo, dominados por discusiones sobre equilibrios macroeconómicos, con un enfoque en las interdependencias de las estructuras productivas. Hirschman argumentaba que actuar sobre esas interdependencias a través de políticas industriales orientadas a construir encadenamientos productivos virtuosos era una receta para escapar de las economías de enclave que dibujaban, y dibujan, el panorama latinoamericano.
¿Implica lo anterior un ‘soberanismo’ anti-mercado? En absoluto. Implica una inserción estratégica en el mercado internacional que resguarde la autonomía necesaria de los gobiernos para poder hacer políticas productivas de acuerdo con el nivel de su desarrollo económico, varias de ellas utilizadas por los países hoy desarrollados para construir ese desarrollo. Incluso Martin Wolf, editor asociado del Financial Times, ha recalcado que los acuerdos comerciales no deben restringir el legítimo derecho de los países a establecer medidas que estimulen su desarrollo nacional.
El estancamiento de la economía del país es evidente. Si durante los noventa experimentamos una tasa de crecimiento per cápita promedio de un 5,2%, la década posterior a la crisis asiática vio un crecimiento de un 3,2%, mientras que el periodo 2009-2018 experimentó una cifra promedio de 1,9% lo que deja a esta última década como la de menor crecimiento promedio desde los años setenta. Sobre esta realidad es que Chile enfrenta la crisis económica de la pandemia, la que, en parte por el mal manejo económico del gobierno, podría tener efectos perjudiciales de largo plazo. ¿Es posible tener una recuperación que, a su vez, levante las bases para una transformación productiva verde, diseñada con perspectiva de género, y que evite esos efectos duraderos? Sí. Pero eso requiere de realismo y de superar prejuicios.
Por ejemplo, luego de la profunda crisis económica de principios de los 1990, Finlandia dio un gran salto económico a partir de una arquitectura pública que determinaba una línea estratégica de largo plazo de la mano de organismos estatales de estímulo a la innovación. En otros términos, la salida a la crisis de los 1990 no fue a partir de una década de la austeridad, sino de un fuerte dinamismo económico y productivo.
Nuestro programa ofrece una ruta similar. Chile puede convertirse en un ejemplo para el mundo dando una salida a la crisis a partir de una transformación productiva verde, justa y resiliente, pero eso exige una nueva arquitectura pública. Primero, el transformar nuestras áreas de ventajas comparativas (cobre o el litio, por ejemplo) en núcleos de innovación exige de un fuerte tejido y encadenamientos productivos locales. Segundo, es necesario despertar nuevas áreas de competitividad como las energías renovables (donde tenemos claras ventajas aún ‘dormidas’). Ambas áreas requieren de fuertes estímulos tanto a partir de empresas privadas, como de empresas públicas e instituciones que coordinen inversiones y capitales.
En relación a lo último, un Banco Nacional de Desarrollo se ha considerado por la reciente literatura como una institución que puede cumplir una función clave en dicho proceso, pero que requiere de una escala mayor que la que tienen instituciones como CORFO y de una estructura de financiamiento más centrada en financiamiento de ‘primer-piso’ (créditos pacientes directos y preferenciales con dirección estratégica hacia los sectores antes nombrados) y en menor medida de ‘segundo-piso’ (intermediador con la banca privada), como sucede en la actualidad. A su vez, estos créditos deberán ir de la mano de participación accionarial de las empresas, bajo el legítimo derecho de todo capital a participar tanto en los fracasos como de los frutos del éxito de dichos emprendimientos. Tal como ha sostenido Mariana Mazzucato, las inversiones públicas deben ayudar a socializar los riesgos de la innovación, pero por lo mismo les corresponde también ser parte de las ganancias de las mismas.
La estructura de financiamiento público a nuevas inversiones que logra el establecimiento de un Banco Nacional de Desarrollo puede acelerar el desarrollo de los sectores asociados a las tecnologías que necesitamos para enfrentar la crisis climática, además de la transformación de las actividades extractivas en plataformas de innovación. Esos roles han precisamente cumplido, por ejemplo, la KfW con la energía solar en Alemania o BNDES con el estímulo a encadenamientos productivos de proveedores locales a la industria aeronáutica en Brasil.
Así visto, contrario a Walker, la propuesta de un Banco Nacional de Desarrollo no es anti-mercado, sino que una que cataliza, coordina y conduce capitales para que sectores económicos puedan emerger a un ritmo y escala que, de otra forma, y dejados únicamente al mercado, no podrían.
Ahora bien, además de lo anterior, también proponemos un mayor control público de recursos como el litio. En efecto, una gran empresa pública del litio, complementada con créditos pacientes y medidas pro-transferencia tecnológica para inversiones extranjeras, es clave para hacer despegar encadenamientos tecnológicos nuevos en el sector. Esta empresa, al igual que Equinor en Noruega con el petróleo o Embraer en Brasil con la aeronáutica, puede buscar explícitamente la industrialización del mineral, generando alianzas con capitales extranjeros para proyectos innovadores (como hace hoy la empresa estatal argentina JEMSE con la empresa italiana SERI para generar baterías de litio en Jujuy).
Todo lo anterior puede sonar, esperemos, convincente, pero eso solo abre una pregunta legítima: ¿puede el Estado coordinar tal nivel de inversiones y políticas?, ¿no abre aquello la posibilidad de corrupción y rentismo como han experimentado otros países de la región? no necesariamente. La posibilidad de corrupción no es propia únicamente de políticas productivas, sino que puede emerger en todas las instituciones (tanto públicas como privadas) que administran recursos ajenos. La literatura ha señalado que, en los casos exitosos de políticas industriales, dos factores han sido claves para evitar la corrupción y coordinar efectivamente inversiones. Primero, una estructura participativa de toma de decisiones, que incluya al mundo privado, sindicatos, universidades y representantes de la sociedad civil que puedan tener un diálogo que identifique fallas de mercado y restricciones que bloquean el cambio estructural (como lo muestran los casos nórdicos y asiáticos). Por lo mismo es que tenemos contemplado una estructura de esas características para las instituciones que cumplan funciones productivas y un comité amplio para establecer la estrategia nacional de desarrollo. Segundo, medidas de rendición de cuentas públicas constantes del cuerpo burocrático y de monitoreo y evaluación periódica del funcionamiento de las políticas. Más aún, es importante considerar que la corrupción no es algo desligado de los problemas de la estructura productiva. Diversificar nuestra economía con políticas industriales, y de este modo, desconcentrar el poder económico es una política que activamente desamarra los nudos que derivan en corrupción.
Todo lo anterior, hay que recordar, solo se basa en un análisis pragmático de la forma cómo los países hoy desarrollados iniciaron sus despegues. En este sentido, habría que recordarle a Walker que, como dijo el economista democratacristiano Jorge Ahumada, “Se olvidan esos señores que los ingleses, campeones del liberalismo, hicieron una revolución agraria con la intervención del gobierno e hicieron la revolución industrial con la participación muy activa del sector público.”
En 1958 el economista Jorge Ahumada publicaba En vez de la miseria, un ensayo que alertaba de la crisis integral de la sociedad chilena, tanto política, cultural como económica. Su llamado era a una serie de reformas estructurales que redistribuyeran poder en la sociedad y aseguraran una transformación productiva. ¿No estamos en Chile viviendo una ‘nueva crisis integral’ que amerita nuevas reformas estructurales?, ¿la profundización de esa crisis no generará un círculo vicioso de mayor inestabilidad, incertidumbre y estancamiento económico? Nuestra propuesta económica apunta explícitamente a impedir dicho círculo vicioso y volver a asegurar una vuelta a la normalidad a partir de una nueva política productiva y una mayor distribución del poder. Revitalizar un crecimiento verde y resiliente, incluir trabajadores en juntas directivas, diseñar las políticas productivas con perspectiva de género para incorporar a mujeres a sectores históricamente masculinizados, e implementar una inserción estratégica al comercio internacional, son propuestas para una salida inclusiva y democrática a la crisis integral que vivimos, con el objetivo de volver a llenar de legitimidad a la república.
Los temores de Walker son comprensibles, pero por desgracia solo trafican inercia. Y en tiempos de crisis la inercia solo implica retroceso. Las reformas sociales y productivas son, hoy por hoy, urgentes requisitos para que la salida a la crisis sea a partir de sólidas bases económicas e institucionales.
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