Teatro de la crueldad

Carnival Row

"Carnival Row" tiene una temporada estrenada recién y "West World" lanza su nueva sesión el próximo año. En ambos casos, el visionado de maratón se justifica pero puede tener resultados distintos. La primera es, con todo, una fábula consoladora, un culebrón que anhela un final feliz aunque no lo tenga. La segunda posee la belleza torcida de un cuento que no puede resolverse de modo alguno.



El estreno de "Carnival Row" en Amazon podría dar una señal interesante respecto de la relación actual entre imaginación y política. Creada por René Echevarria y Travis Beacham, los ocho capítulos de la serie pueden leerse desde el género fantástico (hadas, centauros, bibliotecas interminables, pura onda steampunk) pero también desde el policial más sórdido (serial killers, callejones, asesinatos políticos); una indecisión que quizás es salvada desde las tribulaciones románticas de la pareja protagónica (Cara Delevingne y Orlando Bloom) que le da un tono de culebrón a todo el asunto. No está mal pero tampoco bien, el imaginario inquietante de las novelas de China Miéville flota un poco acá, en la historia de amor entre el policía desesperanzado y el hada despechada que alguna vez fue su pareja; una historia que es predecible y un tanto obvia; no así el uso de la ambientación que remarca el aspecto dickensiano (barro, orfanatos, las redes secretas de la calle) del mundo fantástico que vemos en la pantalla. Ahí la búsqueda de un asesino de hadas que les roba el hígado a sus víctimas es también una excusa para recorrer las capas y clases sociales de este mundo fantástico, impidiendo que al final olvidemos que estamos ante un relato sobre inmigración e intolerancia. Por supuesto, nada de lo anterior tiene mucho sentido pero la serie se las ingenia para intentar ser verosímil sin temor al ridículo, confiando su relato al melodrama, como si este fuese capaz de resolverlo todo.

Es una fe de la que carecen las dos temporadas de "West World" de HBO, y que vale la pena revisar de nuevo, pensando en la complejidad inherente de su trama, que excede sus fuentes de inspiración: una cinta de los '70 de Yul Brynner escrita por Michael Crichton. Nada raro; como pasó con "El planeta de los simios", las viejas películas son ahora reescritas desde una óptica revolucionaria. La trama del show es sencilla y compleja a la vez. Ambientada dentro de un parque de diversiones del viejo oeste, se narra la rebelión de los robots del lugar, que comienzan a matar a los visitantes humanos a la vez hurgan en los laberintos de la propia conciencia, mientras buscan aquello que define su propia identidad. Así, Jonathan Nolan y Lisa Joy (los showrunners) tienen a Philip Dick pero también a John Ford como referentes, amén de una narrativa llena de trampas y desvíos, donde el orden temporal es reescrito una y otra vez en la medida que la historia avanza. Este relato corre de modo paralelo a la sordidez de las acciones que es posible perpetrar en el parque temático, que es presentado como un pasado falso donde los clientes viajan solo para ejercer todas las formas de la depredación, puras pasiones sádicas que no pueden permitirse en el mundo real. Ahí matan, violan, roban, mutilan y ocasionalmente se sienten héroes o villanos, ejerciendo su dominio sobre los otros (los androides programados para vivir en un loop constante dentro de estas historias), que son apenas cuerpos donde puede saciar dichos instintos atroces que son sus verdaderos deseos; acaso resumidos en el personaje de Ed Harris, un jinete vestido de negro que ha admitido para sí toda corrupción y todo vicio, al modo del Juez de "Meridiano de Sangre" de Cormac McCarthy, con guarda cierto parentesco.

"Carnival Row" tiene una temporada estrenada recién y "West World" lanza su nueva sesión el próximo año. En ambos casos, el visionado de maratón se justifica pero puede tener resultados distintos. La primera es, con todo, una fábula consoladora, un culebrón que anhela un final feliz aunque no lo tenga. La segunda posee la belleza torcida de un cuento que no puede resolverse de modo alguno. Ahí, es imposible no pensar que la sombra de Pier Paolo Pasolini cruza la pantalla por algunos momentos, que son aquellos donde los robots aparecen solo como cuerpos desnudos y rotos, guardados en bodegas o apilados unos sobre otros luego de haber sido mutilados o asesinados, que mantienen los ojos abiertos mientras algunos operarios los lavan a manguerazos. La ilusión ahí termina: la ciencia ficción o el género fantástico se revelan como un teatro de la crueldad apenas suspendido por la conversaciones filosóficas que algunos personajes entablan capítulo tras capítulo. Es "Saló o los 120 días de Sodoma", que adaptó a Sade a la luz del fascismo italiano y que ahora vuelve narrada como un utopía torcida sobre el capitalismo y la industria del entretenimiento, como si el modo en que Pasolini describiese su película también valiese para la serie de HBO: "Una parábola de lo que la gente que está en el poder hace a sus conciudadanos, de lo que los explotadores hacen a los explotados. Sacan de ellos lo máximo que pueden, les manipulan totalmente y cínicamente, son gente despiadada e inhumana. Pero lo que yo quería mostrar es que el poder es totalmente anárquico, la anarquía del poder. Yo creo que Sade es el gran poeta de la anarquía del poder".

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.