Los procesos tras la elaboración e implementación de las Constituciones que han regido en el país han respondido a diversas tensiones y circunstancias propias del momento en que surgieron. “Las Constituciones políticas, o la necesidad de renovarlas, surge en momentos de graves convulsiones sociales y políticas; en ocasiones asociados a clivajes de cambios culturales y generacionales. De ahí que su discusión e implementación sea compleja”, resume Armando Cartes, abogado e historiador, además de académico titular de la Universidad de Concepción.
Cartes se detiene en un detalle; la relación entre la discusión de las Constituciones y los intereses de los grupos dirigentes del momento. “Con frecuencia implican una sustitución o reformulación de las elites dominantes. Es por eso que en el pasado estuvieran asociadas a revoluciones, como la Carta de 1833, o a malestares profundos, como la Carta del 25″, explica.
Desde el período de la independencia comenzaron los primeros proyectos constitucionales. Todo arrancó con el reglamento constitucional de 1812, que un puñado de patriotas encabezados por José Miguel Carrera redactó durante algunas noches en la casa del cónsul de EE.UU. en Chile, Joel Roberts Poinsett. Luego siguieron las cartas de 1818 y 1822, en el gobierno de O’Higgins, pero que no sobrevivieron a su caída en 1823.
De allí, entre asonadas y cambios de gobierno, vino un período de ensayos con algunos proyectos, como el de la llamada Constitución “moralista” redactada por Juan Egaña (de 277 artículos) y la Constitución liberal de 1828.
“Todas tuvieron un marco de desarrollo institucional complejo, en medio de la anarquía o de intervenciones militares. Una diferencia puede ser que las Constituciones del siglo XIX tenían un constituyente más o menos claro, en tanto eso no se da en la carta de 1925, con gran influencia del propio (Arturo) Alessandri”, destaca Alejandro San Francisco, historiador y académico de la Universidad San Sebastián y Universidad Católica de Chile.
“Las Cartas de 1823 y 1828, surgieron en un contexto de búsqueda de un código político que organizara el poder, en un doble sentido, de distribuirlo territorialmente entre las provincias, que fueron actores importantes de la emancipación y las primeras décadas republicanas, y de articular una gobernanza efectiva, pero que a su vez pusiera límites y contrapesos”, dice Cartes.
Una Convención tras la Constitución de 1833
En febrero de 1831, el cabildo de Santiago se reunió con una idea: empujar una reforma a la Constitución de 1828, vigente hasta entonces. Para ello se envió una comunicación al intendente de Santiago, quien a su vez era el nexo con la Presidencia de la República. La idea encontró rápido apoyo en palacio y entre la élite del grupo conservador, que se había impuesto en la guerra civil apenas un año antes.
La del 28′ era una Constitución impulsada desde los grupos liberales. En enero de ese año se había convocado a un Congreso constituyente, que a su vez designó una comisión de 7 integrantes para redactar un proyecto constitucional, aunque su gran mentor fue el liberal español José Joaquín de Mora. Todo se concretó en apenas unos meses y la Constitución fue promulgada en agosto de ese mismo año. Pero los historiadores y estudiosos tienen a citar a la convulsa situación del país en ese entonces como un factor que dificultó su despliegue.
“La Carta de 1828 fue un código moderno que tomaba los mejores elementos de la Carta española de 1812 -detalla Cartes-. Por desgracia, al momento de aprobarse ya las luchas políticas y la crisis institucional tenían tal avance que solo podían resolverse por las armas. Con todo, muchas ideas y conceptos del constitucionalismo moderno, presentes en ese texto, se han replicado en Constituciones posteriores. Desde ya la noción del pueblo como soberano y la unidad de la Nación chilena. Por desgracia, otra buena idea, la de las asambleas provinciales, fue desterrada por la Carta de 1833 y solo resurgiría en el actual ciclo político, en la forma de Gobiernos Regionales”.
Por ello, una vez en el poder, los conservadores impulsaron la reforma constitucional. Así se convocó a la denominada Gran Convención, integrada por 16 diputados elegidos por el Congreso y 20 ciudadanos “de reconocida probidad e ilustración”, aunque sin detallar mucho más. En el papel parecía un órgano mixto, pero en los hechos el control del Legislativo fue casi total; según detalla Fernando Campos Harriet en su Historia constitucional de Chile, de esos 20 ciudadanos, en rigor 14 venían desde los escaños del Congreso.
La Gran Convención comenzó a sesionar en octubre de 1831, con el reglamento de la Cámara. Tras meses de debates la idea de la reforma, defendida por Manuel José Gandarillas (quien había sido el impulsor de la idea de la Convención), fue superada por la propuesta del conservador Mariano Egaña (hijo de Juan Egaña), que en la práctica proponía un nuevo texto. Este, con modificaciones y correcciones, fue el que se promulgó el 25 de mayo de 1833. Es decir, todo había tomado casi dos años. “Resulta decisivo la formación de la Gran Convención, que estudia el tema y hace la propuesta, que finalmente es aprobada. En este sentido, el voto particular de Mariano Egaña es muy relevante en la propuesta final, aunque no se consideren todas sus ideas”, detalla Alejandro San Francisco.
La del 33 fue la Constitución de más larga vigencia en la historia de Chile, con nada menos que 92 años. Pero el camino de su implementación se enfrentó a los vaivenes de la época; la guerra contra la Confederación peruano-boliviana, con sus consiguientes estados de sitio, interrumpió la marcha institucional. Incluso, debido al conflicto, el Congreso se mantuvo cerrado en 1838. La normalidad institucional se retomaría en el gobierno siguiente, el decenio del general Manuel Bulnes.
Además de sus 168 artículos, la Constitución de 1833 añadía 7 disposiciones transitorias. En estas, se entregaba a la ley la regulación de varios asuntos, disponiendo una suerte de orden de preferencia, arrancando con la Ley general de elecciones y régimen interior. Pero otras materias tomaron décadas en concretarse: por ejemplo, el artículo 114 mandaba al legislador determinar la organización y atribución de todos los tribunales y juzgados, pero la ley orgánica sobre la materia recién se promulgó en 1875. En el intertanto, la redacción del Código Civil, por parte de Andrés Bello y una serie de reformas impulsadas desde mediados de la centuria (como la interpretativa de libertad de cultos), contribuyeron al proceso.
“La Carta de 1833 fue la forma de institucionalizar el poder, por parte del grupo que había triunfado en la Revolución de 1829-1830, pero que representaba a una porción importante de la elite, ya cansada por los ensayos fallidos de la década anárquica. Algo similar puede decirse de la Carta de 1925, en el sentido de que había conciencia del agotamiento e ineficacia de la Carta de 1833 para asegurar una buena gobernanza, así como los derechos sociales a que aspiraban las clases medias emergentes”, detalla Armando Cartes.
La Carta de 1925
El siglo XX abrió nuevas tensiones. Por entonces el orden institucional estaba trazado como un sistema en que el Congreso tenía la manija para controlar la agenda y fiscalizar la labor del ejecutivo, mediante mecanismos como los votos de censura y las interpelaciones, usadas por las mayorías circunstanciales que dominaban el legislativo. Fue el llamado “parlamentarismo”, a la chilena. Pero este, dicen los estudiosos, fue ineficaz frente a los problemas sociales que golpeaban al país. Allí estuvo el origen de la Constitución de 1925, que marcaría la centuria.
El punto de inflexión fue la crisis que golpeó al gobierno de Arturo Alessandri Palma, el 4 de septiembre de 1924, con la intervención de los militares en la arena política. “La Constitución de 1925 es una obra de circunstancia, como suele ocurrir. Nació del ruido de sables de 1924, que llevó luego a la Junta Militar a pedir una Asamblea Constituyente que redactaría una nueva Constitución, tras lo cual daría por cumplida su misión”, dice Alejandro San Francisco. Así ocurrió con la experiencia de la Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales, o “constituyente chica”, convocada por organizaciones sociales. En cuatro días de marzo de 1925, estudiantes, obreros, intelectuales y feministas debatieron ideas para una carta fundamental, en espera del regreso de Alessandri, quien retomó el poder tras un nuevo golpe en enero de ese año.
Finalmente, fue el propio “León” quien tomó las riendas del proceso. “Formó una Comisión que redactó el texto, la que era plural pero designada por el propio Alessandri, en la cual resultó decisiva una intervención del general Mariano Navarrete para exigir que hubiera régimen presidencial y no se volviera a la ‘orgía’ parlamentaria. Finalmente, un plebiscito aprobó la Constitución (en agosto)”, resume San Francisco. Todo en casi un año.
En sus 110 artículos, la Carta Magna implementaba un régimen presidencialista, y entre otras cosas, establecía la separación de la Iglesia y el Estado. Además mandaba 10 disposiciones transitorias.
La carta del 25 acabó en el papel con el sistema parlamentario, pero en los hechos, demoró algo más en implementarse por completo. El período inmediatamente posterior fue convulso y tres Presidentes entre 1925 y 1932 no finalizaron su mandato: Emiliano Figueroa, Carlos Ibáñez del Campo y Juan Esteban Montero. Un período en que La Gran Depresión, que golpeó al país a partir de 1931, también hizo más compleja la situación. Pero hubo instituciones creadas por la Constitución instaladas casi de inmediato; fue el caso del Tricel, que ya estaba en funciones para octubre de 1925.
“Entremedio, debió vivirse la dictadura de Ibáñez del Campo y un breve periodo de anarquía, solo resuelto con la segunda Presidencia del mismo Alessandri -dice Cartes-. Recién entonces, con la renovación de las prácticas políticas y la aceptación de la Carta de 1925 por la ciudadanía y la clase política, pudo esta comenzar en propiedad a regir, dando lugar a un nuevo ciclo político. En el cual la clase media y sus paradigmas de educación pública, Estado empresario e incipientes derechos sociales fueron los valores dominantes”. De hecho, las principales reformas a esta carta recién surgirán en la década de 1940.
“En el presente, los países buscan mecanismos de redacción y aprobación participativos, que aporten a la legitimación de los textos y a la conducción pacífica de los procesos de cambio jurídico y político -dice Cartes-. Pero es siempre un desafío, pues suele haber un grupo que se resiste a perder el poder, asociado a las antiguas instituciones y otro emergente que debe consolidarse y aprender las prácticas que representa su ejercicio. Son ideas aplicables al presente, como puede deducirse”.