César Santis (34 años) logra pausar su labor como jefe técnico de la UCI del Hospital Barros Luco para repasar junto a La Tercera lo que ha sido un complejo año a causa del coronavirus. Es el mismo periodo que lleva distanciado de sus padres, por miedo a contagiarlos. Así, lo más duro de la pandemia, que muchos han visto de lejos y otros se han topado de golpe, para el intensivista ha sido palpable a diario, en su trabajo y en su vida personal.

¿Cómo ha sido este tránsito?

Ha sido raro, complejo, difícil, desafiante, agotador... una mezcla de cosas. Mirar hacia atrás es potente, desde los primeros avisos de algunos profesores que desde Italia nos decían ‘prepárense, cuiden a su gente’, para después saltarse a junio, cuando la cuestión ya explotó y era terrible, hasta ahora. Los pacientes llegan ahogándose.

¿Pensó que viviría algo así?

Jamás lo pensamos. Enfrentarse a una enfermedad nueva, que intentamos tratarla de 200 formas, ha llevado todo al límite en todo sentido: relaciones humanas, trabajo en equipo, desarrollo de infraestructura o educar a la gente que incluso no trabajaba en cuidados intensivos.

¿Le ha cambiado su perspectiva?

A todos nos ha cambiado un poco. A pesar de que en la UCI siempre nos enfrentamos a situaciones estresantes, el tener que priorizar qué paciente sube primero (a cuidados críticos) o definir hasta dónde se llega con otro, cosa que es común en los cuidados intensivos, ahora es mucho más frecuente. Cuando estudiaba yo sabía que quería ser intensivista, pero jamás pensé que iba a estar en una situación así.

¿Se nota mucho el desgaste?

Totalmente. El equipo de salud completo está cansado. Y cuando digo equipo de salud cobra la misma importancia el médico y los auxiliares que hacen el aseo, porque si queda mal hecho hay riesgo de infección. Todos han jugado un rol fundamental y en todos hay un cansancio excesivo. Hemos tenido que abrir unidades donde no habían, nuestro equipo se ha tenido que expandir y educar a otros, se han enfermado colegas y amigos. Llevamos un año sin parar, y cuando cae alguno tenemos que cubrirnos entre nosotros y eso ha llevado a que hagamos hasta tres turnos de 24 horas a la semana.

¿Han renunciado algunos?

Muchos se han ido, en la primera ola y ahora, porque la presión es mucha. Pero también porque el dolor que uno ve en la UCI es alto. Y también hay mucha gente con licencia siquiátrica, porque no estaban acostumbrados a trabajar en esta unidad, pero se vieron con el deber moral de hacerlo. Y eso te lleva a situaciones límite que cansan y pasan la cuenta.

¿Qué han hecho para sobrellevar esa falta de gente?

Hoy (jueves), por ejemplo, tuve que hacer una capacitación en ventilación mecánica a enfermeros que no son de UCI, algo que toma uno o dos años, pero hay cabros que quieren aprender a intubar y ayudar.

Y todo eso afecta...

Como decía: hay mucho personal con licencia siquiátrica. Hemos tenido colegas que han perdido familiares, que están sobrepasados y tratan de seguir, pero se hace súper difícil. Todo va afectando el ánimo del equipo. Hay mucha gente que no aguantó tener que estar alejada de su familia o ver morir a muchas personas y se fueron de la UCI. El miedo a contagiar a los seres queridos también ha sido súper potente. Muchos han sufrido.

¿De dónde sacan ganas para seguir?

Es que está ese deber, el de sentir que hay que estar acá, que hay que dar esta pelea. Uno de mis maestros de cuidados intensivos me dijo que para esto estudiamos, aunque sin saberlo.

¿Se frustra a veces?

Frustra ver cuando la gente no se cuida, que piensa que esto es mentira, que siguen andando por la calle o haciendo fiestas como si nada. Frustra y a ratos el equipo dice ‘para qué estamos en esto si la gente no nos ayuda a cuidarlos’. Pero seguimos, porque hay gente que aun así quiere ayudar, que quiere tratar de aportar lo mejor.

¿Ha atendido a alguno de esos incrédulos?

No a pacientes, pero sí a sus familiares que me dicen que no creían que era para tanto o que no pensaban que les pasaría a ellos. Pero cuando sus seres queridos terminan en la UCI se dan cuenta de que esto es de verdad. Hasta que no ven morir a alguien cercano no se dan cuenta.

¿Qué le genera la incredulidad?

Me dan ganas de invitarlos a la UCI, ojalá la gente pudiera entrar 10 minutos y ver de qué se trata esto. Ayer (miércoles) intubamos a cuatro pacientes y todos tenían menos de 40 años, sin antecedentes, gente sana, aparentemente. Me gustaría mostrar que la cosa es de verdad, que es crítica, que estamos repletos, que es terrible. Es muy difícil decirle a un paciente que lo vamos a intubar y dormir.

Desde la llegada del Covid-19, le ha tocado convivir más con la muerte...

Sí, sin duda. En la UCI siempre hay algún porcentaje de muertes. Pero en pandemia esa proporción ha crecido. Nos ha tocado convivir más con la muerte, informar a los familiares que su pariente está grave, que va o puede fallecer.

¿Y le afecta más que antes?

No me ha hecho más frío, no me he acostumbrado a decir que un paciente va a morir, no me ha dejado de afectar. Ninguno de nosotros está más duro, para nada. Sigue siendo doloroso decirle a una persona que un ser querido va a morir, a todos nos duele. No sé si me siga dedicando a esto el día que no me afecte. Aún hay pena, frustración y rabia al perder a alguien. Y para todo el equipo, que sufre mucho, sobre todo en los pacientes que ha costado más tratar.

¿Ha dicho ‘no puedo más’?

Hay días en que el cansancio es fuerte y al día siguiente de un turno de 24 horas hay que seguir igual. Entonces uno se obliga a descansar, porque te puede hacer mal. Pero no me ha pasado pensar que tengo que tirar la esponja. Pese al cansancio, el deber estar es mayor. Pero sí hay momentos de cansancio significativos, cansancio mental y físico, también estrés, echar de menos a la familia. Pero uno piensa rápido ‘chuta, hay que estar aquí’, y hay gente que depende de nosotros, sobre todo en los hospitales públicos, donde no pueden elegir quién los trata. Y también hay que liderar un equipo, que si ven que los que llevan la batuta no dan más, ese equipo se puede quebrar. Hay que seguir, hay que darle, y esperamos que esto sea el último empujón, que la vacuna haga lo suyo.

¿Hay costos personales también?

Sí. Me alejé de mi familia, de mis padres. Soy de Maipú, mis viejos son población de riesgo, tienen 69 y 68 años, con problemas al corazón, hipertensión. Entonces si se llegan a infectar, las posibilidades de que anden mal son muy altas. Me he alejado de ellos casi completamente. Cuando voy a verlos, que es poco, los veo desde la reja. En toda la pandemia he entrado una sola vez a su casa, que fue para el Año Nuevo. Fui media hora, después de la comida, no toqué a nadie, me puse en el patio a tres metros de todos. No hubo abrazos ni besos.

Qué difícil no abrazarlos...

Hace muchísimo que no hemos tenido ningún tipo de contacto físico. Prefiero no exponerlos, convivo con el bicho a diario. Cuando voy a verlos, aunque estos últimos meses he ido poco, porque la pega no lo permite, es todo de lejos, ellos están desde la puerta y yo en la calle. No los toco hace rato.

Es alto el costo personal...

Esto ha tenido costos personales significativos. Tampoco tengo el abrazo de mi hermano, ni de mis sobrinos, no los quiero exponer. Si bien estoy vacunado, hay posibilidades de ser portador. Los abracé por última vez la última semana de febrero. Ha sido duro, pero también tengo su apoyo, nunca me han sacado en cara el alejamiento.

¿Le da rabia hacer esos sacrificios y luego ver aglomeraciones de personas, por ejemplo?

No es rabia. Estoy en la pega que me gusta, es el rol que me tocó y que quiero. Cuando veo a la gente en la calle, me frustra, me dan ganas de que sepan que esto es verdad, que está quedando la embarrada. Más que darme rabia, me da miedo que se siga pensando que no van a contagiar a sus padres. Todos somos vulnerables.

¿Cómo cataloga el trabajo de su unidad, ad portas de este rebrote?

Ha estado a la altura, está dándolo todo y más. Están haciendo doble y triple turno. Y ha sido todo solidario. Hay enfermeras con mucha experiencia que han ido traspasando sus conocimientos, técnicos que no paran, médicos que tampoco paran o que han llegado de otras unidades. Hay un equipo que no ha descansado. Lo único que puedo decir es que el equipo de salud se ha sacado la cresta y lo va a seguir haciendo.