Por Andrés Gómez Bravo, subeditor de La Tercera Domingo.

“Además, era el día de mi cumpleaños”. La primera frase del cuento abría los fuegos audazmente, en mitad de la historia. El ciclista del San Cristóbal, ese fabuloso relato que Antonio Skármeta publicó en 1969, era parte del ventarrón de aire fresco que introdujo en la narrativa chilena. “Desde el balcón de la Alameda vi cruzar parsimoniosamente el cielo ese Sputnik ruso del que hablaron tanto los periódicos y no tomé ni así tanto porque al día siguiente era la primera prueba de ascensión de la temporada y mi madre estaba enferma en una pieza que no era más grande que un ropero”, se leía en el cuento, que exudaba emoción y fuerza expresiva.

Lector de Shakespeare, Jack Kerouac, Salinger y Nicanor Parra, fan del jazz y los Beatles, Antonio Skármeta irrumpió en la literatura con una narrativa animada de efervescencia y alma pop, callejera, risueña y dramática, a ratos rítmica y poética. Una narrativa que se alejaba de los bordes más sombríos de la generación del 50 y se conectaba con las revueltas estéticas y sociales de los 60. “AI modo latinoamericano y subdesarrollado, yo siempre he sido un pop”, decía.

El espíritu de jam session -el aliento de espontaneidad, el juego, la vibración y el placer por el lenguaje- está en el corazón de su obra, la que progresivamente transitó desde los cuentos de los 60 y 70 a las novelas de abierta vocación popular. En ellas, Skármeta alargó su diálogo y pasión por el cine, la música o el fútbol, y le dio más calado al peso de la historia, a través de personajes entrañables que se ven arrastradas por ella, como Lucho, el niño exiliado de No pasó nada; Mario, el cartero de Neruda, o Esteban Coppeta y su estirpe, que llegan a Chile huyendo de la guerra en La boda del poeta.

Narrador, dramaturgo y guionista, Skármeta hizo cine (Ardiente paciencia), fue embajador y rostro inconfundible de El Show de los Libros. Gran difusor de la literatura chilena, era un lector atento a las nuevas generaciones: palpitaba con los jóvenes y fue un generoso maestro para muchos. Su obra es una afirmación de la vida y en ella tienen lugar la ternura y la sensualidad, la solidaridad, el humor y la amistad. Los personajes de Skármeta no son héroes pero de algún modo encuentran el valor para enfrentarse a lo sombrío, para hacerle una finta a la desventura y el infortunio, como aquel corajudo ciclista que pedalea pendiente arriba, lucha contra el cansancio, la tragedia y la muerte, y a punto de decaer, le tuerce la mano al destino: se encumbra y como en un solo de jazz, va tan alto, tan alto que le da “a la caza alcance”.