Columna de Tomás Sánchez: El fin del sentido común
Por Tomás Sánchez V., autor Public Inc. e investigador Asociado, Horizontal.
La democracia liberal está cuestionada y no la tiene fácil. Menos aún cuando se van perdiendo las condiciones necesarias para que opere. La creciente dificultad para ponerse de acuerdo es el resultado de la pérdida en los mínimos comunes necesarios para entablar una conversación. La democracia descansaba, y daba por hecho, que existía una percepción similar sobre la realidad. Ese entendimiento común era la base para resolver nuestras diferencias a través de la política.
De la mano de la tecnología, en particular de las redes sociales y atomización de los medios de comunicación, se ha puesto en riesgo de extinción uno de los cimientos de la vida en sociedad: el sentido común. Ya lo dejó entrever Kant: necesitamos de un entendimiento común sobre los fenómenos que enfrentamos, como base para la discusión política. Concordar en los mismos parámetros y puntos de referencia es condición de posibilidad para sostener un diálogo efectivo y evaluar alternativas. Sin ello se hacen difíciles tanto la comprensión como la comunicación entre personas cuyas experiencias son diversas y muchas veces desconocidas.
Algo tan obvio como referirnos al futuro mientras indicamos con la mano hacia adelante, y apuntar hacia atrás cuando hablamos de tiempos pasados, es resultado de compartir códigos. El sentido común nos da puntos de referencia, mientras discutimos el espacio intermedio donde diferimos. Son los puntos cardinales en un mapa, o las reglas en un deporte. Siendo más refinado, Kant hacía referencia al juicio del gusto, a la apreciación sobre el arte. En la medida en que somos capaces de aplaudir a un buen artista, o reconocer en los Beatles el mejor grupo de rock, se constituye la base de la política.
Sin embargo, durante la última década, los algoritmos en plataformas digitales potenciaron la creación de las burbujas de información, dado que gatillaban más interacción, más uso y era un mejor negocio. Es decir, aumentan la frecuencia de posteos y publicidad hipersegmentada que confirman mis creencias, activando la generación de dopamina y el sesgo de confirmación que tenemos todos. A su vez, diversos estudios han demostrado cómo incluso en Twitter, que funciona con un modelo de negocio diferente a Meta, las personas tienden a interactuar más con quienes piensan parecido. Tal como en la vida real nos rodeamos de personas similares, hacemos lo mismo en el mundo digital. El problema es que es en este último donde cada día más les damos forma a nuestras creencias.
Antes, el sentido común se alimentaba de medios de comunicación masivos que permitían que la mayoría estuviera expuesta a la misma información. Caricaturescamente, todos leían el mismo diario, y en asuntos empíricos, la verdad descansaba en la ciencia. La comunicación era lenta e imperfecta, pero transversal, permitiendo que palabras tuvieran un significado colectivo. Hoy, la hegemonía de los medios aparece en los libros de historia, existen tantos influencers como opiniones y la ciencia recibe ataques de quienes no les acomodan sus experimentos.
Así, las redes sociales han propiciado la formación de bolsones de sentido común. Sistemas sociales digitales aislados unos de otros. Permitiendo la formación de fanáticos antivacunas, quienes se encuentran más con contenido que apelen a sus temores conspiracionistas, y menos con estudios en torno a la efectividad de las vacunas. Para ellos, las vacunas son un gran complot, y esa es la verdad en “su” mundo. Para ellos, “la mayoría” está al tanto de los peligros de inyectarse algo en el cuerpo.
Mientras titulares llaman la atención en torno a la posverdad y noticias falsas, en paralelo se materializa un fenómeno más complejo y sutil: la fragmentación del sentido común. Al existir una infinidad de fuentes para el gusto de cada nicho, el disenso y lo distinto empiezan a ser una rareza intolerable. Las personas dejan de interactuar con quienes piensan diferente, perdiendo la habilidad de respetar y dialogar. A fuego lento, vamos conformando una sociedad donde físicamente vivimos juntos, pero mentalmente estamos a kilómetros.
Tenemos un problema esencial por delante: la incapacidad de entendernos y, por ende, la inefectividad de la política como mecanismo para resolver nuestras diferencias. La fragmentación y fin del sentido común es algo mucho más serio que interesante. Es una amenaza directa a nuestra paz, desarrollo y democracia. No sirve de nada compartir la misma lengua y país si somos incapaces de dialogar.