“¿Qué puedo hacer por ti?”. Siri, Alexa o el Google Assistent aparecieron hace una década para facilitarnos la vida: utilizando inteligencia artificial y gracias a técnicas de procesamiento del lenguaje, los asistentes personales de voz ofrecen respuestas o ejecutan comandos de los usuarios. Hoy los chatbots (“¿en qué puedo ayudarte hoy?”) pueden responder preguntas más complejas y realizar tareas más sofisticadas, con una rapidez asombrosa. En poco tiempo, pasamos del capitalismo de la vigilancia al de la “administración del bienestar”, dice el filósofo francés Eric Sadin.
Desde los teléfonos inteligentes a Uber, las tecnologías digitales basadas en Inteligencia Artificial (IA) se han sumado a la vida contemporánea con enorme fluidez, de un modo casi natural, lo que las vuelve cercanas y amables, “integrándose con la mayor discreción posible a lo real”.
El ritmo de la innovación digital ha sido tan vertiginoso que apenas si hemos tenido tiempo de procesarla y pensar en torno al modo profundo en que está transformando nuestra vida, observa Eric Sadin, uno de los filósofos que ha planteado una postura crítica hacia los “evangelistas” de la era digital.
Autor de los ensayos La siliconización del mundo y La Inteligencia Artificial o el desafío del siglo, Sadin acaba de publicar en Chile Anatomía del espectro digital, un conjunto de textos y entrevistas editado por el sello Saposcat.
La IA “es el nuevo ídolo de nuestro tiempo”, observa el autor, con un tono que busca abrir el espacio para la duda y la reflexión. A diferencia del historiador Yuval Noa Harari, Sadin no cree que la inteligencia artificial hará desaparecer al ser humano, pero sí afectará la civilización a un nivel antropológico.
La revolución de la IA no radicaría tanto en la construcción de una economía de la comodidad, sino en la forma que pone en juego la autonomía de lo humano. Para Sadin, las tecnología digitales nos hacen sentir que el modo de ser humanos es anacrónico para habitar en la era digital: las capacidades humanas resultan insuficientes para tomar las mejores decisiones, a diferencia de la IA.
“No es la raza humana lo que está en peligro, sino la figura humana, en tanto dotada de la facultad de juzgar y de actuar libremente y a conciencia. Pues, en efecto, lo que irá poco a poco siendo separado de nosotros es nuestro poder de decisión, para ser reemplazado por sistemas supuestamente omniscientes y más aptos para decidir el curso ‘perfecto’ de las cosas en el mejor de los mundos”, escribe.
La velocidad exponencial de las innovaciones digitales la asemejan a un tsunami, un fenómeno incontrarrestable, que sobrepasa el tiempo humano de la comprensión y la reflexión y “nos impide pronunciarnos a conciencia”. Su uso se normaliza como un desarrollo natural en un contexto donde lo digital -internet, las redes sociales, los smart phone- ha permeado profundamente nuestra sicología, dice Sadin.
“Solamente hoy entendemos hasta qué punto modificaron nuestras mentalidades, redefinieron nuestros vínculos con los demás y con gran cantidad de marcos que determinaban nuestras vidas en común. La razón es que estos sistemas tienen el don de habilitar una relación a la carta con la información, una construcción de los propios relatos, una expresividad continua, así como una experiencia más sencilla de lo cotidiano. Y en este punto han favorecido la constitución de un imaginario que se alimenta de una ilusión de autosuficiencia que no puede sino conducir a una distancia entre el conjunto común y uno mismo, concebido como dentro de una esfera propia y situada al margen. De ello se sigue la experiencia de una escisión que se vive subjetivamente, pero en una escala amplia y compartida. Es un fenómeno que contribuye a instaurar lo que denomino un ‘aislamiento colectivo’”, afirma.
La IA supone un salto cuántico, un cambio de estatus en las tecnologías digitales. Ahora, anota Sadin, “están cargadas de una función que, hasta hace poco, jamás hubiéramos pensado que las afectaría. De ahora en más, algunos sistemas informáticos tienen, mejor dicho nosotros les hemos otorgado, una vocación singular y perturbadora: enunciar la verdad”. Es decir, gracias a su autoridad y confiabilidad, permiten evaluar lo real de un modo más fiable.
En este sentido, el filósofo destaca que la IA encierra un fenómeno inédito en la historia de la humanidad. De un modo u otro, y de manera gradual, la IA “está destinada a imponer su ley”, dice, en diferentes niveles: desde los asistentes personales que aconsejan dietas o recomendaciones saludables, pasando por un nivel prescriptivo, en el caso del otorgamiento de un crédito bancario, hasta niveles coercitivos en el área laboral, por ejemplo, al prescribir acciones o seleccionar personal.
“Bajo el mandato de facilitación creciente de las tareas, no vimos la inversión en el equilibrio de fuerzas que se ha producido. Las tecnologías digitales, herramientas de ayuda en la decisión, se han vuelto instancias decisionales”, asegura.
De esta forma, las nuevas tecnologías digitales “están sustituyendo nuestra capacidad de juicio y acción y susurrándonos las acciones a seguir”: la figura humana “se somete a la ecuación de sus propios artefactos”. Bajo esta perspectiva, sugiere el filósofo, “estaremos cada vez más rodeados de espectros encargados de administrar nuestras vidas”.
Ante la fábula de la complementariedad humano-máquina, “la realidad es que mientras más se perfecciona el nivel de experticia automatizada, más se marginalizará a la evaluación humana”, sostiene. Y esto eventualmente tendría un impacto en lo político y en la democracia: la elección de tomar decisiones en común a través del debate, la contradicción y la concertación corren el riesgo de desaparecer en virtud de las respuestas infalibles de la IA.
“De cierta manera estaremos llamados cada vez menos a darles instrucciones a las máquinas y cada vez más a recibirlas de ellas”, dice. En el peor de los casos, la comunidad de ciudadanos conscientes y responsables se vería reemplazada por una sociedad automatizada. La dificultad y la paradoja es que la tecnología no es sino hija del anhelo humano.
“Nos dirigimos hacia la muerte de la figura humana según el modelo de la Ilustración, que antes fue el del Renacimiento. Es decir, un ser humano dotado de la capacidad de definirse libremente a sí mismo y de actuar con responsabilidad, que es la noción sobre la que se erige todo nuestro régimen jurídico. Si delegamos cada vez más decisiones individuales y colectivas ante esos sistemas tecnológicos, perderemos nuestro libre albedrío y nuestra capacidad política. Yo abogo por reintroducir lo sensible, la contradicción, la imperfección, el miedo al contacto con otro y al conflicto, cuando este sea necesario”, dijo al diario El País.