Bélgica Castro, 75 años de teatro
La actriz, Premio Nacional de las Artes 1995, es la más longeva sobre las tablas en la bitácora del teatro chileno. Con 94 años, estrena El marinero, de Fernando Pessoa, dirigida por Alejandro Goic, y donde comparte el escenario junto a Carmen Barros y Gloria Münchmeyer. Aquí deshebra su vida: un largo aplauso bajo las luces que, en la intimidad, alberga también recuerdos.
Manuel Castro y Ana María Sierra, dos inmigrantes españoles que se conocieron en Buenos Aires a principios del siglo pasado, llamaron Bélgica a la menor de sus cuatro hijos. Con los años, ella y sus hermanos -Floreal, Libertad y Alegría, en ese orden- se cuestionaron una y otra vez el origen de sus curiosos nombres. Recién hoy, ya fallecidos los tres mayores, a sus 94 años y apoyada en un bastón, quien se convirtiera en la actriz chilena más longeva en pisar los escenarios locales, se responde a sí misma: "Eran muy recelosos de sus ideas. Se decían anarquistas, apolíticos. Eran muy estrictos, además. El día en que le pregunté a mi padre, un obrero medio bruto que se ganaba la vida levantando casas, por qué me había llamado así, dijo que era porque Bélgica había sido el país más valiente de la Primera Guerra Mundial. Valiente", repite casi en un susurro. "Creo que cargué toda mi vida con eso".
A la pequeña Bélgica, nacida en Concepción el 6 de marzo de 1921 y criada en Temuco, su madre, una dueña de casa de carácter incendiario ("aunque intachable hasta sus últimos días"), la obligaba a recitar poesía de memoria. "Decía que debía recibir a mi padre cada día con un poema de García Lorca. Así me inculcaron la lectura", recuerda.
Quizá eso la empujó a venirse a Santiago en 1940, con 19 años, a estudiar Pedagogía en Castellano en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, entonces ubicado en Cumming con Alameda. Fue la primera de su familia en ingresar a la universidad. "Egresé, pero no me titulé. Hice algunas clases en una escuela nocturna, pero lo mío era actuar", afirma.
"Sin embargo, nunca estudié actuación. Aproveché mi facilidad para memorizar textos, y ese año me inscribí en el grupo teatral Cadip, que dirigía Pedro de la Barra". En 1941, liderados por el mismo, fundaron el Teatro Experimental, dedicado a montar obras de Tirso de Molina, Lope de Vega y otros españoles del siglo XVII. Desde entonces, 75 años han transcurrido como un segundo, dice, sin alejarse nunca de los escenarios. "Menos mal que nunca fui nerviosa, porque con tanto estreno debería estar muerta de susto hace rato", bromea.
El presente y el olvido
A sus espaldas, en el departamento donde vive desde 1971 junto a su segundo marido, el también actor y dramaturgo Alejandro Sieveking (autor de La Remolienda y Animas de día claro, con quien se casó en 1962), permanecen empolvados los recuerdos de una vida agitada. "Ni cuenta me di cómo pasó tanto tiempo", dice, escarbando entre varias fotografías sobre la mesa de centro. Entre todas, algunas de sus años en Costa Rica (1974-1981), otras de su paso por Londres, contratada por la BBC para grabar radioteatros, en 1949, y cientos de ella sobre los escenarios -Sieveking, a su lado, afirma que ha sido en más de 200 obras-, toma una que conserva como un tesoro: aparece junto a su amigo y quien la dirigiera en varias ocasiones, el cantautor Víctor Jara, asesinado en 1973. "Estuvo aquí un día antes del Golpe, almorzando con nosotros. Ensayábamos La Virgen del puño cerrado, que se iba a estrenar en el Teatro del Angel", la sala que fundó junto a Ana González y otros actores del ITUCH en 1971. "Para mi sorpresa, estaba preocupado porque no quería engordar, comía solo lechuga", recuerda. Los ojos se le nublan de lágrimas. "Se había inscrito hace poco en el Partido Comunista, e intentó que Alejandro y yo lo hiciéramos, pero nunca fui muy amiga de la política. Creo que junto con mi separación de Domingo Tessier (su primer esposo, también actor y padre de su único hijo, Leonardo Mihovilovic, de 61), la muerte de Víctor es uno de los dolores más grandes de mi vida".
El living, con vista privilegiada al lado poniente del Cerro Santa Lucía, fue el escenario de su última aparición cinematográfica en 2013, en la cinta Gatos viejos, de Sebastián Silva. En una de las tantas entrevistas que el cineasta concedió para la promoción del filme, que ese mismo año le valió a Castro el quinto premio Altazor de su carrera, le preguntaron qué le había llamado la atención de aquel lugar. "Hay que estar allí y observar alrededor", contestó. Razones tenía: más que un living, la sala parece un museo que exhibe galvanos, collages, adornos de madera y plata, y hasta una curiosa colección de Cristos crucificados junto al ventanal. También hay, por cierto, muchos libros. Los hay de Raymond Carver, Marcel Proust y Miguel de Cervantes. "Creo que el Quijote es lo mejor que se ha escrito en español", dice Castro.
De los premios, incluido el Nacional de Artes de la Representación que obtuvo en 1995, afirma que jamás le quitaron el sueño. "No creo en los reconocimientos si es que uno no está conforme con su trabajo. Si Jorge Díaz no me hubiese mencionado cuando recibió el Nacional en 1993, no me lo habrían dado. Y, quizá, si yo no hubiese nombrado a Raúl Ruiz cuando recibí el mío, tampoco", dice.
Sobre una antigua mesa de madera, junto al ejemplar de La montaña mágica -la novela de Thomas Mann de 1924 que ella relee con ayuda de una lupa-, está el texto de El marinero, el poema del portugués Fernando Pessoa que la tiene nuevamente sobre las tablas, junto a Carmen Barros y Gloria Münchmeyer, dirigidas por Alejandro Goic. Allí interpreta a la segunda de tres mujeres que velan a un poeta. "Es un texto sobre la vida y la muerte. Es curioso: mi personaje es quien más tiene resuelto morir, y en estos días me han preguntado si le temo, si acaso espero morir actuando. Por cortesía digo que sí, pero creo que es una falta de respeto".
Luego, enumera lo bueno y malo de tener 94 años. "Lo bueno, es que disfruto más el presente, sin proyectarme. Además, trabajo con quien quiero. Si no es con Alejandro (Sieveking), escojo obras de Chéjov, mi favorito. Los autores jóvenes confunden la picardía con la grosería y eso no me gusta. En cine, siempre le dije que sí a Raúl Ruiz, Andrés Wood y a Ricardo Larraín", con quienes rodó Palomita Blanca (1973), La buena vida y ChilePuede (2008), respectivamente. Lo malo, en cambio, "son los dolores constantes en las piernas y en la espalda, pero para eso me hago masajes". Por último, reconoce, es que esa memoria que alguna vez la ayudó a convertirse en actriz, se ha deteriorado con los años. "Es algo natural, no puedo evitarlo. Olvido cosas, pero son domésticas. Cuando actúo, creo tanto que es verdad lo que digo y hago, que no podría. Mi técnica ha sido y seguirá siendo olvidar quién soy y convertirme en otra".
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