Crítica de cine: El precio del mañana
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En un (¿lejano, cercano?) futuro, la biogenética ha logrado el sueño de mucho actor sin talento y señora momificada por exceso de botox: detener el envejecimiento a la edad de 25 años. Todos lucen jóvenes no importa cuántos años tengan. A esa edad también ocurre que el reloj biológico comienza su tic-tac descendente, por lo que muchos trabajan por más tiempo, mientras a otros, el tiempo les sobra. Andrew Niccol, el mismo director de Gattaca, ha ideado una distopia donde el tiempo es literalmente dinero. Todo se transa con minutos, horas, años. Los pobres trabajan para el día, relegados en guetos y los más ricos son casi inmortales y viven en zonas donde los más necesitados no pueden acceder si no pagan por entrar. En el mundo de los menos afortunados trabaja Will Salas (Justin Timberlake), quien pronto es acusado de asesinato y una fuerte suma de tiempo le es transferida. Los pudientes ven en esto una amenaza al sistema: "para que algunos seamos inmortales, muchos deben morir", dice alguien por ahí. Will se lanza a una cruzada junto una chica millonaria y hermosa (¿alguien no lo es en este film?), transformándose ambos en una suerte de Robin Hood modernos con algo de Bonnie y Clyde. Eso sí, sin el carisma ni la química requerida.
Como premisa no es mala y llega en un momento en el cual las revueltas sociales a nivel mundial hacen nata, las desigualdades sociales son inmensas, el descontento de "indignados" es constante y los hinchas del futbol no logran llegar al estadio de barrio alto. Pero no solo de buenas premisas surgen buenas películas y con el irregular Niccol, lo que podría haber sido una interesante alegoría de nuestra sociedad, queda reducida a otro producto de ciencia ficción desperdiciado. Eso sí, con "contenido social".
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