Crítica de cine: Quiero matar a mi jefe
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Tres amigos se apoyan mutuamente al compartir una de las grandes desventuras de la vida moderna: tener un jefe espantoso. Pero el asunto se pone serio cuando surge la idea de asesinar a sus torturadores, en un plan de homicidios cruzados directamente plagiado de Pacto siniestro (1951), de Hitchcock.
Sin embargo, a lo que de veras recuerda esta comedia negra es a De nueve a cinco (1980), la sátira donde tres secretarias fantaseaban con liquidar a un jefe tirano y misógino. Como aquella comedia laboral hoy casi olvidada, Quiero matar a mi jefe es más dulce que ácida y más colorinche que negra. Su objetivo no es satirizar los horrores del mundo del trabajo, sino sacar provecho de la ya gastada moda de los hombres-niños.
Los amigos lucen como tipos de 40, pero piensan y hablan como menores de edad. El humor no se apoya en lo desesperado de su situación, sino en la torpeza de sus reacciones. Y ese tono, que fuera novedoso y fresco hace más de 20 años cuando los Farrelly estrenaron Una pareja de idiotas, ya está luciendo algo anticuado. Mucho humor de baño, alusiones a otras cintas y una irreverencia sexual que enternece antes que escandaliza. Se consume y se olvida.
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