El salto de los Aguilera

Miguel y José Aguilera llevan 19 años en un hogar del Sename. Su madre nunca los quiso de vuelta. Tampoco pudieron ser adoptados. Ya son adultos, estudiaron Ingeniería y este año se cambiarán juntos a casa propia. De los 12.149 chicos que viven en estos hogares, un 10% son mayores de edad. Se les permite permanecer hasta los 24 años, sólo si están estudiando.




José Aguilera (24) lleva varios días yendo a la Universidad Técnica Metropolitana para ver cuándo empiezan sus clases. "Pero sigue en toma", dice. Quiere volver pronto y titularse de ingeniero eléctrico. Le falta un año y tiene un deseo claro: que muchos cómo él, "por los que nadie daba un peso cuando niños", lleguen a la educación superior. Su hermano Miguel (26), egresado de Ingeniería Mecánica del mismo plantel universitario, todos los miércoles toma un avión a Calama. Trabaja en la empresa Finning Cat, manejando con paciencia y ciencia ingenieril las máquinas que la minera BHP Billiton mueve en el Norte Grande. De regreso a la capital, se junta con su hermano en el Hogar Aldea Mis Amigos, que hace más de 19 años es su casa.

***

Ese día de 1992, Gladys González, su mamá, los despertó temprano. Con sigilo sacó a sus tres hijos mayores, Cristián, José y Miguel, de la cama de dos plazas que compartían con ella y tres hermanos menores. Vivían de allegados en la casa de la abuela, en Padre Hurtado, cerca del camino a Melipilla. Esa mañana hubo chocolate caliente y pan tostado con mantequilla. Hasta que llegó la frase: "Hoy se van a ir a vivir a otro lugar para que estén mejor, para que yo pueda trabajar y los vaya a buscar en un tiempo más".  Durante los 19 años siguientes, Gladys fue a verlos apenas tres veces.

Ese otro lugar era la Aldea Mis Amigos, una construcción de varias casas coloridas que se levantan en la avenida principal de Peñaflor. Es un hogar ligado al Servicio Nacional de Menores (Sename). Como los Aguilera, la mayoría de los niños que llegan conocen allí, por primera vez, lo que es tener una cama por persona, cuatro comidas al día, adultos que los cuidan, remedios cuando se resfrían, completos para los cumpleaños. En una ventana con calcomanías están pegados los derechos del niño. Las puertas están abiertas, las murallas son bajas. "Si alguien quiere escaparse, puede hacerlo cuando quiera", dice Luis Ortúzar, el director. Su desafío personal es que los niños quieran quedarse hasta que recuperen a sus familias, encuentren una adoptiva o  puedan dar el salto y cambiar sus vidas. "Ese fue el caso de los Aguilera.  Eran unos genios", señala.

***

Al llegar, José -que tenía cinco años- lloró un mes. Y se despertó todas las noches. "Mi pena era mi mamá", dice. Hasta que un día dejó de hacerlo. Hasta que un día los hermanos ya no esperaron que nadie los viniera a buscar los fines de semana, ni las navidades, ni los llamaran para el cumpleaños. "Simplemente, dejé de extrañarla", dice José.

El día en que los tres hermanos llegaron al hogar, junto con la desnutrición, el miedo y los piojos, los acompañaba una sentencia del Juzgado de Letras de Menores de Talagante del 25 de agosto de 1992. El juez Eugenio Guzmán fue implacable. El documento afirma que los niños sufrían de abandono paterno, incapacidad de la madre y estaban ante peligro físico y moral. No podrían salir de allí sin la autorización del tribunal. Su padre estaba demasiado enfermo para darse cuenta de lo que pasaba. Gladys no apeló. Ninguno de los cuatro tíos ni la abuela lo hicieron.

En Chile, según cifras del Sename, 12.149 niños viven en hogares de menores. De ellos, el 87,7% tiene más de ocho años. Y un 10% ya es mayor de edad. Al igual que en el caso de los hermanos Aguilera, la mayoría ingresa por una sentencia judicial. Cuando esto ocurre, dice Rolando Melo, director del organismo, hay tres pasos a seguir: que el niño esté seguro en el Sename u hogar colaborador hasta que logre la reinserción familiar, ver la susceptibilidad de adopción (lo que se hace difícil en niños mayores, y casi imposible cuando son varios hermanos) o, cuando todo lo anterior no es posible, dejarlos en el hogar hasta que sean mayores de edad y puedan salir al mundo.

En 1996, Luis Ortúzar llamó a la mamá de los Aguilera. Habían pasado cuatro años y ya era hora de volver a casa, de ser familia, como ella lo prometió. Gladys González fue directa: "Tengo otra familia. Tuve cuatro hijos más, no los puedo recibir". Pero de alguna manera siempre se las arregló para marcar presencia -una llamada, un mensaje muy a lo lejos-, y por eso los chicos no podían empezar los trámites de adopción. Y se fueron quedando en el hogar. Luego de pasar por psicólogos y terapeutas, asumieron que esa era su casa.

El mayor, Cristián, se fue cuando cumplió 19. Recién graduado de técnico electrónico, se convirtió en padre y debió dejar la Aldea. Las normas son estrictas: nadie que tenga un hijo puede permanecer en un hogar de menores. Miguel y José han permanecido allí hasta ahora, pero saben que deben partir pronto. 

Los hogares reciben del Sename un subsidio por cada chico del que se hacen cargo. Eso puede durar hasta los 24 años, sólo si la persona aún sigue estudiando. Ello ocurre en un porcentaje ínfimo. De hecho, los Aguilera deben ser los residentes más viejos de un hogar del Sename en Chile. Ya sobrepasaron el límite de edad. Por eso, la Aldea sólo les facilita una de las cabañas y ellos retribuyen con ayuda en matemáticas a los más pequeños y otras labores. Ambos hermanos asumen todos sus gastos y con el sueldo de Miguel -un egresado de Ingeniería puede ganar alrededor de $ 600.000-, más lo que José saca en ayudantías y clases particulares, han ahorrado para el pie de una casa. Ya la tienen vista, cerca del hogar. Dicen que se cambiarán este año. Y no con cierto temor: "Cuando dejas la casa de tus papás y te va mal, puedes volver. Cuando dejas un hogar de menores, ya no hay vuelta atrás".

A los Aguilera les cuesta estar solos. Nunca han dormido separados. No se imaginan viviendo el uno sin el otro. Y creen que esa hermandad los ha salvado. Hoy, su hermano menor, Ignacio, cumple condena por robo con intimidación en Santiago 1. Miguel y José están seguros de que a ellos eso nunca les habría pasado, porque si uno hubiese necesitado robar, el otro no lo habría dejado.

***

Miguel y José crecieron escuchando cómo los niños del hogar querían tener un auto, una casa grande, una familia completa, harta plata, mucha comida. Pocos lo cumplieron. Salvo casos excepcionales, que se fueron en adopción al extranjero y otros que terminaron cuarto medio y empezaron a trabajar, los Aguilera vieron a muchos de sus amigos volver a casa y caer en las drogas. O meterse en trabajos riesgosos. Como Robinson Sepúlveda, que a los 13 años volvió  para ayudar a su mamá a sacar adelante a sus hermanos y se puso a vender dulces en las micros. Bajando se cayó y murió atropellado.

Cuando llegó a la Aldea, Miguel entró al exigente liceo técnico Don Orione. Fue un mal alumno hasta séptimo. Repitió ese año. Un voluntario del hogar, Andrés, lo convenció de sumarle al estudio una hora extra, en la que trabajarían juntos. Le enseñó todo de nuevo. La segunda vez que cursó 7° básico, esta vez en el liceo Emilio Láscar, Miguel sacó promedio 6,8 y ganó la  Beca Presidente de la República, que mantuvo hasta que egresó de la universidad. Su padrino, un tutor que lo recibía en casa de su familia un  fin de semana al mes, era ingeniero en construcción y le planteó la idea de no conformarse con un título de mecánico del colegio industrial, sino mirar a la universidad. Miguel vio que el ingeniero tenía una casa grande y una familia linda. El quería lo mismo.

Al igual que su hermano, José siempre tuvo una capacidad superior y un amor casi incondicional por las matemáticas. A ambos se les notaba en el juego de las tablas antes de ir a comer, en la hora de estudio, en la habilidad para el ajedrez. "Las matemáticas estaban en mi mente", dice José. Para Luis Ortúzar, el deporte y las matemáticas son las mejores herramientas para quitarles el odio a los niños que viven en un hogar. Y para superarse. Por eso, no le sorprende, por ejemplo, que los "aldeanos" Elmer Piña y Edmundo Fica sean campeones nacionales de judo en la categoría infantil y que hoy los preparen para los Panamericanos del 2014.

Desde primero básico, José ganaba los concursos matemáticos de su curso y siempre salía adelante para resolver los problemas ante sus compañeros. También ganó torneos comunales. Era el único niño de su clase en el liceo Don Orione que vivía en un hogar y, al mismo tiempo, era la carta segura para representar al plantel en todo lo que tuviera ejercicios con números.

***

Junto con ser los mejores alumnos, los hermanos empezaron a trabajar desde los 15 años. Primero querían comprarse útiles escolares y zapatillas como las de sus compañeros. Después, un computador usado en San Diego, que les duró cinco años. Fueron empaquetadores en supermercados, hicieron aseo para empresas, instalaron aire acondicionado.

Miguel lo recuerda bien. Estaba en segundo medio. Y Luis Ortúzar se lo planteó: si quería entrar a la universidad, tenía que proponérselo. "Yo no sé cómo, pero veremos de dónde salen los fondos", le dijo. Cuando llegó la hora de buscar preuniversitario, le consiguió una beca en el Cepech. Cuando sacó casi 700 puntos en la PSU, el 50% del arancel lo empezó a pagar con crédito y el resto con donaciones que llegaron a la Aldea. Sólo tres de su curso en el liceo entraron a la universidad.

Miguel estudió en la Utem, y dice que quiere perfeccionarse en la Universidad de Chile o en la Santa María. Simultáneamente, se ha capacitado en inglés durante cinco años en el Norteamericano. Ninguno de sus compañeros sabe que viene de un hogar de menores.

El caso de José es parecido. Con 700 puntos en la mano, fue uno de los cuatro de su promoción que entró a la universidad. Eligió la misma de su hermano. Da ayudantías en Cálculo y Ecuaciones diferenciales. Y clases particulares de matemáticas y física. Sus planes son sacar un posgrado y dedicarse a enseñar.

***

"¿Usted le cuenta a todo el mundo los problemas que tiene en su casa? Entonces, yo tampoco les cuento a desconocidos que vengo de un hogar de menores. Eso requiere afecto", dice José. Lidiar con el estigma de ser un niño de hogar es algo que vive todos los días. Le carga que en las noticias hablen del "Cisarro" si tiene nombre, o que traten a los niños de hogares como delincuentes y drogadictos. "Son niños distintos".

En la Aldea, por respeto, a todos los adultos se les llama tío. El tío director, la tía sicóloga, la tía voluntaria… A Miguel le da miedo que un día se le salga y le diga "tío" a su jefe, y que todos se den cuenta de dónde viene. Un compañero de trabajo, en todo caso, ya lo sabe.

Hace unas semanas, en Calama, un colega le preguntó de dónde venía,  con quién vivía, por sus papás, por sus hermanos. Fue tanto, que Miguel no pudo más y le dijo: "No me críe con mis papás, me críe  con mi hermano en un hogar de menores. Y apuesto que crees que todos son ladrones, drogadictos, que no van a salir adelante". El compañero, que no es ingeniero, sino técnico, quedó en silencio. Luego le dijo: " Es cierto, eso pensaba. Pero tú eres profesional. Vas a llegar mucho más alto que yo".

A estas alturas, los Aguilera ya no tienen rabia con su madre. Ya pasó el enojo. Hace poco volvieron a verla. Primero, Gladys les empezó a pedir plata para criar a sus cuatro hijos menores, que Miguel y José casi no conocen. Antes de viajar al norte, Miguel va cada semana al supermercado y les deja comida a su mamá y a sus hermanos. Sólo la vio una vez.

José la ha visto más seguido. Y no por el asunto de la comida. Una metástasis de cáncer linfático tiró a Gladys a la cama. Con mucho dolor. Pidiendo morfina. Por eso, estas dos últimas semanas José la visitó todos los días. Hasta el lunes recién pasado.

Ese día, estando los dos solos en una pieza, Gladys murió y José se sintió en paz. "Nuestra historia fue la que tuvimos que pasar no más", dice. "Además, no podría haberle dicho mamá a ninguna otra persona".

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.