Las dificultades del color blanco




Existen asuntos que no se pueden traducir en números, temas en los que las cifras no alcanzan a mostrar sino un reflejo borroso de la realidad. Esta semana, la organización norteamericana Bishop Accountability incluyó en su sitio internet 78 casos de religiosos católicos chilenos involucrados en denuncias por abusos sexuales durante la última década. Ese número no es un total, sino una porción discreta de una cifra que seguramente nunca llegaremos a conocer.

La mayoría de las víctimas de abusos cometidos por clérigos jamás denuncia y la mayor parte de quienes sí lo hacen confían en la justicia canónica, que mantiene en estricto secreto cada proceso, incluso las condenas. Los casos salen a la luz sólo cuando los afectados deciden revelarlos, a costa de su propia intimidad; de otro modo los agresores permanecen protegido por el sigilo de la Iglesia, sin importar que se trate de crímenes de interés público. De hecho, en la lista de la ONG norteamericana sólo aparecen dos sacerdotes jesuitas -la congregación a la que pertenece el Papa Francisco- y no se menciona la condena canónica en contra del sacerdote Jaime Guzmán, quien durante décadas trabajó con escolares a quienes invitaba a pasar fines de semana a la casa de la Compañía de Jesús en el Cajón del Maipo. ¿Por qué esa condena nunca ha sido difundida? ¿Por qué connotados sacerdotes jesuitas jamás han hecho alguna referencia a ese caso? Le pregunté hace cerca de un año sobre este punto al provincial de la orden y me dijo que se ha guardado sigilo porque así lo pidió la víctima. ¿No era posible proteger la identidad de la persona agraviada? ¿Y si hay más que no se atreven a hablar? Denunciar a sacerdotes que viven acurrucados por un sólido entramado de relaciones institucionales y sociales requiere no sólo valentía, sino cuotas importantes de heroísmo gracias a las barreras que la propia Iglesia ha construido. Tampoco aparece en la lista de Bishop Accountability el sacerdote salesiano Tomás Aguayo, de la congregación del cardenal Ezzati, quien fue acusado internamente por un seminarista. Aguayo era su "director espiritual" y el encargado de la formación religiosa de varias generaciones de jóvenes salesianos.

La misma Iglesia que en el discurso hace dramáticos llamados a sus fieles sobre las injusticias del mundo, tiene una ambigua y mañosa manera de tratar a quienes han sufrido los abusos de sus sacerdotes.

Esta semana, el Washington Post publicó una carta en la que el Papa Francisco admitía que intentó evitar que el cura Juan Barros -uno de los lugartenientes de Fernando Karadima- asumiera como obispo de Osorno. Sin embargo, luego de escribir esa carta, el mismo Papa negó la veracidad de las acusaciones en contra de Barros en una conversación grabada; en esa oportunidad sostuvo que eran inventos de políticos, que no había pruebas contra el obispo, trató a los feligreses que rechazaban la designación de Barros de "zurdos" y a la ciudad de Osorno de "tonta". Nuevamente aparece una fractura expuesta entre los discursos y los hechos: la Iglesia chilena mantiene a los colaboradores más cercanos de Karadima, testigos de sus abusos y protectores de su impunidad, como autoridades de la Iglesia local en posiciones de privilegio. Una burla a las víctimas.

La carta filtrada, además, revela que Francisco intentó frenar la ascendente carrera de los otros sacerdotes relacionados con Karadima –quien mantenía un entramado económico del que poco se habla- y que "algo" se lo impidió. El documento sugiere, asimismo, un vacío de poder inquietante que impide que la voluntad de hacer justicia se imponga y que perpetúa la impunidad como patrón institucional. ¿Es por ese vacío que el Papa acudió a los funerales de príncipe preparados para el cardenal Bernard Law, quien encubrió los abusos de decenas de curas en Estados Unidos? Cuando el escándalo estalló en Boston, Law se refugió en Roma, nunca enfrentó los tribunales norteamericanos y fue enterrado como si se tratara de un hombre intachable.

Esta semana, el Papa Francisco visitará Chile. Hace 30 años ya lo había hecho Juan Pablo II, en una época en la que nadie hablaba sobre los abusos sexuales, años en los que el Papa destacaba como ejemplo para la juventud a un criminal perverso como Marcial Maciel. Seguramente en esta ocasión acudirán cientos de miles de católicos para escuchar el mensaje del líder de su Iglesia, tal como en 1987. El Estado ha procurado darle todas las facilidades a la institución para que la visita papal congregue al máximo posible de personas: se promulgaron feriados regionales, se ha procurado un despliegue de seguridad policial enorme y hasta un Congreso dócil a las exigencias de una doctrina religiosa.

Mientras la alba figura del Pontífice recorra Chile habrá algunos otros fieles, tal vez pocos en relación al total, que esperarán en silencio que su sufrimiento sea reconocido, que los agravios a los que fueron sometidos sean castigados, que la confianza que depositaron en la Iglesia que supuestamente iba a protegerlos sea reparada. La espera de esos hombres y mujeres será como el regusto amargo de un discurso repleto de palabras bonitas, pero vacío de realidad o la mancha que, por muy pequeña, acaba por arruinar el más puro de los trajes blancos.

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