Las historias de dos hombres y un niño salvados por el mismo donante

A fines de julio de 2009, la muerte encefálica de un hombre y la aceptación de su familia echó a andar el delicado engranaje médico que durante las siguientes 72 horas renovaría las esperanzas de vida de tres pacientes: un abogado de Santiago, un ingeniero de Antofagasta y un niño de Calera. Estos son sus relatos, un año después.




A las cuatro de la tarde, el abogado Carlos Pardo (71) recibió la llamada. Estaba en su oficina en el Ministerio de Hacienda y, mientras oía música clásica, sólo pensaba en terminar ese informe urgente que le había encargado el ministro. Era julio de 2009 y poco le importaba que en los diarios se hablara de las campañas presidenciales o que su equipo favorito, la Universidad de Chile, le hubiera ganado a Cobreloa el día anterior. Tampoco le daba muchas vueltas a la cita que había tenido con los doctores una semana antes. Sólo pensaba en terminar rápido el informe. Pero después de que sonó su teléfono, eso también dejó de importarle.

-Le tenemos una buena noticia-, le dijo una voz al otro lado de la línea. Carlos supo de inmediato de qué se trataba. Tuvo una sensación extraña.

Habían pasado sólo siete días desde que los médicos de Clínica Alemana lo confirmaran como primera prioridad en su lista de trasplantes. Era la única opción que le quedaba para evitar una nueva reaparición del cáncer hepático que se le declaró en 2007 y que se había mostrado resistente a terapias y cirugías. La idea lo tenía entusiasmado, pero también sabía que podían pasar meses antes de que apareciera un hígado compatible.

Por eso, sólo cuando escuchó la voz de la enfermera ("le tenemos una buena noticia") se dio cuenta: "Recién ahí supe qué significaba realmente un trasplante. Antes era sólo un órgano, algo impreciso. Pero con la llamada comprendí que era una buena noticia para mí, pero muy mala para otro y para su familia. Es el doble juego entre el que dona y el que recibe. Yo era beneficiario de una persona que clínicamente estaba muerta, pero que al donar su hígado terminaba por morir".

El informe para el ministro quedó a medias. Apenas alcanzó a avisarles a algunos compañeros de trabajo que lo felicitaron, sorprendidos por lo corto de su espera. Dejó atrás la calle Teatinos y se fue a su casa, a encontrarse con su hija y su mujer, para partir lo antes posible a la clínica.

Ese mismo día, algunas horas antes, en un centro asistencial de Santiago, una familia recibía el diagnóstico demoledor: su pariente, un hombre adulto, tenía muerte encefálica. El corazón seguía latiendo, pero no tenía reflejos, no era capaz de respirar por sus propios medios, sus pupilas estaban alteradas y el escáner mostraba el daño cerebral. Una condición que lo convertía en candidato a donante.

En Chile, en un tercio de estos casos, los familiares se niegan a conceder los órganos, aunque en vida la persona haya expresado su intención. "Incluso, la nueva ley señala que cualquier chileno mayor de 18 años es un potencial donante, a menos que haya manifestado lo contrario al momento de renovar su cédula de identidad. Sin embargo, siempre se le pregunta a la familia. Si hay algún cercano que diga que no, en ninguna parte del mundo le van a sacar los órganos, por más que la ley lo ampare, porque genera un gran problema ético", explica el doctor Juan Hepp, subdirector médico de la Clínica Alemana y el único chileno nombrado miembro honorario de la Asociación Europea de Cirugía.

La familia de este hombre aceptó. Y eso dio luz verde para echar a andar el delicado engranaje médico que durante las siguientes 72 horas renovaría las esperanzas de vivir de Carlos y de otros dos pacientes, un ingeniero de Antofagasta y un niño de Calera. Ahora, los tres relatan sus historias, lo que experimentaron cuando recibieron la llamada y la angustiosa espera de meses, incluso años, que dos de ellos debieron soportar antes de poder entrar al quirófano. Pero sobre todo, el profundo vínculo de gratitud que los une con ese hombre que murió, de quien no saben nada (sólo eso, que era un hombre adulto) y con sus familiares, a quienes nunca conocerán. Porque la ley no se los permite.

DÍA 2, 8.00 HORAS
-Usted ya ha sido trasplantado-. Carlos escuchó la voz del médico mientras todavía sentía los efectos de la anestesia. Medio adormecido, contestó las preguntas de rutina en la sala de posoperatorio. Eran las ocho de la mañana del día siguiente. Habían transcurrido 16 horas desde que recibiera la llamada y 12 las había pasado en el quirófano.

Mientras, el sistema para detectar en algún lugar de Chile a los pacientes que obtendrían los riñones del donante seguía en marcha, contra reloj. Carlos fue el primero, porque cuando se trata de trasplantar un hígado, las pruebas para evitar el rechazo del organismo al nuevo órgano son bastante más simples, basta con que exista compatibilidad entre el grupo sanguíneo del donante y el del receptor. No así con los riñones. Ahí se necesitan exámenes más detallados sobre varias proteínas presentes en este órgano que, mientras más parecidas a las del paciente, aseguran que el trasplante tendrá éxito.

A esa misma hora, en Antofagasta, el ingeniero Iván Vladilo (60) aprovechaba los últimos momentos de la visita de uno de sus hijos, que vive en Croacia. El y su madre tenían un vuelo a Santiago programado para las nueve de la mañana. Iván los fue a dejar al aeropuerto y a las 9.20 ya estaba en su oficina. Como siempre, revisó durante los primeros 15 minutos su correo y luego se puso a trabajar.

Tenía que adelantar, porque en la tarde le correspondía una nueva sesión de diálisis. Lo hacía tres veces por semana, durante cinco horas, desde noviembre de 2008. Antes de eso, había vivido durante nueve años con menos del 30% de su riñón funcionando. Pero había empezado a sentirse mal y los análisis le confirmaron que lo poco que le quedaba del órgano había colapsado.

Su única oportunidad era trasplantarse. A principios de mayo de 2009 quedó inscrito oficialmente en la lista nacional y registrado en la Clínica Alemana. Le habían dicho que lo máximo que habían aguardado otros pacientes era dos años. El se hizo el ánimo para esperar sólo uno, pero un mes después acortó el plazo hasta diciembre. Ya no quería más. La rutina de la diálisis y las restricciones que le imponía, lo angustiaban. "Sentía que no volvería a tener una vida normal. Mi hijo me había ofrecido darme un riñón. Mi señora también. Les pedí que esperáramos. Pero en diciembre, comenzaría mi mujer con los exámenes para analizar la compatibilidad", recuerda.

Mientras tanto, prefería no hacerse preguntas de lo que podría suceder. Tomó algunos resguardos, como firmar poderes notariales para que sus familiares pudieran manejar sus bienes si su estado se agravaba, pero nada más. No quería pensar en la muerte. Sólo esperar, pacientemente.

Esa mañana, estaba revisando unos planos de cálculo cuando sonó su celular. Era la enfermera jefe de trasplantes de la Clínica Alemana. Al principio creyó que le iban a decir que tenía un examen pendiente. Pero cuando escuchó que tenían un riñón compatible y que sólo faltaba la aprobación del ISP, se puso ansioso. Le sugirieron que viajara. Se entusiasmó. Fue a buscar a su otro hijo. Le pidió que lo llevara a la casa. Puso ropa en un bolso y partieron por la desértica ruta hacia el aeropuerto. En el trayecto llamaba a su mujer, pero su celular estaba apagado. Eran las 10 y media de la mañana.

Mientras Iván compraba su boleto a Santiago, Elizabeth Hidalgo (30) y su hijo Rafael Suárez (10) llegaban a la capital. Habían salido de su casa en Calera muy temprano, para hacerle al niño la diálisis que desde 2007 se practicaba tres veces por semana. Rafael nació con una insuficiencia renal y desde los dos años de vida debe cumplir con el proceso. Durante los primeros seis años, lo hizo en su casa. Pero desde hacía dos que, día por medio, debía viajar junto a su madre para dializarse en el Hospital Ezequiel González Cortés. Siempre era lo mismo: dos horas de trayecto en bus, luego bajarse en el terminal y tomar una micro que los dejaba a varias cuadras del establecimiento. Caminaban un poco y debían parar. Rafael se cansaba. Elizabeth lo tomaba en brazos y seguían. Llegaban exhaustos. Ese día de julio pasado, Elizabeth dejó a su hijo en el hospital al mediodía y se fue a la casa de acogida, donde tenía que esperar hasta las seis de la tarde para volver a Calera.

En Antofagasta, Iván no aguantaba la emoción. Tomó de nuevo su celular. Logró hablar con su mujer. Le dio la noticia, en unos minutos más, a las 12.15, tenía vuelo para Santiago, aunque aún no tenía la confirmación del ISP. Llegó a la clínica a las 15.30 horas. La aprobación que tanto esperaba seguía sin aparecer. Iván estaba tenso. Pasaban los minutos y no se sabía nada. Estaba cansado. Si no era ahora, quizás cuánto más tendría que esperar. Veinte minutos después llegó el informe del ISP. Se abrazó emocionado con su hija y esposa. A las 18 horas terminó de dializarse para entrar a pabellón, muy cerca de donde había estado Carlos el día anterior y a la misma hora en que Rafael y su mamá salían del hospital para volver a Calera.

DÍA 3, 14.00 HORAS
Al día siguiente, el lazo entre Carlos, Iván y Rafael quedó zanjado. Los dos hombres se recuperaban del trasplante en la UCI de la Clínica Alemana. Ambos estaban en buenas condiciones y sus operaciones formaron parte de los 69 hígados y los 199 riñones trasplantados en 2009. La espera para ellos había terminado. Pero no para Rafael.

Era el menor de los tres y quien más tiempo aguardaba para un trasplante. Llevaba ocho años en la lista. Ya estaba cansado. No quería más viajes. Quería comer su plato favorito de porotos y poder tomar agua a gusto, algo que no podía por la diálisis. Sin embargo, lo que más le molestaba era que no podía jugar a la pelota ni bañarse en una piscina.

A su corta edad no lograba entender por qué algunos niños llegaban después que él a dializarse y se trasplantaban antes. "A esa niñita o niñito lo trasplantaron, me decía cada vez que se enteraba de un caso, y después me preguntaba: ¿Y yo, cuándo?", recuerda Elizabeth.

Le respondía que cuando alguien muriera, le iba a llegar el riñón y lo iban a llamar. Sólo tenía que tener paciencia. Algo que a ella se le estaba acabando. En cada consulta con el doctor preguntaba: "¿Cuándo le va a tocar a Rafa?". Y la respuesta siempre era la misma. No llegaba un órgano compatible con él, su hijo generaba anticuerpos. "Fue tanto tiempo de espera. Tenía miedo que nunca llegara. Les salían a otros niños y a él no, yo pensaba por qué tanto tiempo, si ya le habían pasado cosas tan malas", dice. Ella quiso donarle su riñón, pero no eran compatibles. Tampoco su marido, pero él había decidido que se lo iba a dar en septiembre, tras un tratamiento al que debían someter a Rafael para que no rechazara el órgano. Sin embargo, siempre les recomendaban que mejor esperaran un trasplante.

Pero además del desgaste que significaba para Rafael, cada viaje a Santiago implicaba dejar la casa botada y a su otro hijo, al cuidado de vecinos o familiares. No podía compatibilizar las dos cosas estando todo el día afuera. Elizabeth tenía miedo de que tarde o temprano el niño le reclamaría, que Rafael muriera, que no hubiera hecho lo necesario, que ninguna persona compatible con su hijo apareciera. "Yo sabía que tenía que morir alguien para darle la vida a mi hijo. Pero la verdad es que no pensaba en esa persona. Lo único que quería era el riñón. Pensaba sólo en mi hijo".

Casi 48 horas después de que Carlos recibiera la llamada en su oficina, el teléfono también sonó en la casa de Elizabeth. Eran las 14 horas. Estaban almorzando. Pero esta vez no fue una sola llamada, sino tres.

En la primera, una enfermera del Ezequiel González Cortés le comunicaba que había un posible donante. La mujer no pudo disimular la emoción. Rafael lo notó de inmediato: "¿Qué pasa?", le preguntó. Ella le contó. El niño comenzó a saltar de alegría, pero sus brincos fueron interrumpidos por un segundo telefonazo: "No, lo sentimos, no es compatible", le dijo la voz de otra enfermera.

Para Elizabeth es indescriptible lo que sintió en ese momento, encontrar las palabras para relatar la rabia y frustración que le produjo ver la decepción en el rostro de su hijo. Otros 20 minutos y una tercera llamada les devolvió el habla: "Bueno, no estamos seguros, pero puede ser. Mejor viajen de inmediato", le dijo ahora la enfermera.

Corrió a la casa de su suegra, llamó a su marido, se consiguieron un auto y a las siete de la tarde ya estaban rumbo a Santiago, con Rafael dormido en el asiento trasero. Cuando iban en camino, les llegó la confirmación. Sí, era compatible.

Su marido manejaba nervioso, a cada instante la llamaban del hospital para preguntarle cuánto les faltaba para llegar. Finalmente, a las 10 de la noche Rafael entró al quirófano. Mientras, ellos entraban y salían del recinto. Se acercaban a la UCI. Caminaban sobre sus propios pasos. Nadie les daba información. Hasta las cinco de la mañana, cuando el doctor salió y les dijo que todo había salido bien, que su hijo ya estaba trasplantado. Ella sólo pudo llorar.

JUNIO DE 2010
Casi ha pasado un año desde ese momento. Por estos días, Iván visita a su hijo en Croacia y Rafael espera que llegue el verano para aprender a nadar, aunque ya está jugando a la pelota, con la camiseta de Colo Colo, como siempre quiso. Carlos sigue trabajando en el Ministerio de Hacienda.

Los tres, de una u otra forma, trataron de agradecer a la familia del donante, a través de los médicos. Carlos les envió una carta sin firmar, que la Corporación del Trasplante le haría llegar a los familiares. "Desde esa tarde que estaba sentado en mi escritorio y recibí la llamada, no he dejado de pensar en el donante, en la forma cómo ocurren la cosas, sin que uno se dé cuenta. El cáncer, el ser trasplantado, este regalo de vida que uno recibe porque otro la ha perdido", dice. Hace algunas semanas, Carlos se enteró que algunas células tumorales habían sobrevivido fuera del hígado, aparecieron en los ganglios que rodean su páncreas.

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