Los elefantes blancos que dejó la Copa del Mundo de Brasil 2014
El anfitrión del último mundial de fútbol aún no sabe qué hacer con los doce estadios que construyó para la ocasión. Colosos que significaron una enorme inversión de fondos públicos, y que hoy son usados como megaestacionamientos o albergue de indigentes.
No queda demasiado para que se cumpla un año desde que finalizó la Copa del Mundo, pero quienes ejercieron como anfitriones siguen sufriendo. Ya no se trata de un asunto deportivo. No es el dolor que significó la paliza que les propinó Alemania, ni menos la derrota ante Holanda que los sacó del podio de su propio mundial. El asunto pasa por el incómodo legado que les dejó el evento: Una colección de mega estadios construídos o remodelados para la ocasión y de los que hoy no se puede sacar provecho alguno.
Son los elefantes blancos que dejó Brasil 2014. 12 recintos deportivos, con capacidad para albergar a decenas de miles de personas, y por los que el Gobierno de Dilma Rouseff aprobó un desembolso cercano a los tres mil millones de dólares, justificados en los réditos que traerían a futuro. Nada más lejos de la realidad. Esos colosos que hace tan sólo once meses estaban desbordados por hinchas de todo el mundo que seguían a sus selecciones, hoy son un verdadero dolor de cabeza para los administradores, a los que le cuesta trabajo generar ganancias a partir del deporte. Algunos son utilizados para fines ajeno a lo deportivo, como eventos para niños, funciones de empresas y servicios religiosos; otros continúan en proceso de construcción, y otros, lisa y llanamente, están abandonados.
Es, por ejemplo, la cruda realidad del estadio Nacional de Brasilia. Este es el caso insigne, ya que se trata del recinto más grande que ofreció el certamen, con una capacidad para 72 mil 800 espectadores (sólo después del histórico Maracaná, que asciende a los 78 mil), y también es el que representó el mayor gasto en su remodelación, con la friolera de 550 millones de dólares. Después de ser el escenario de siete duelos mundialistas, incluída la victoria de Argentina sobre Bélgica en los cuartos de final y la caída de Scratch ante Holanda, en la definición del tercer puesto, hoy el Mané Garrincha es utilizado de forma regular como parada para los autobuses municipales y lugar de estacionamiento. De fútbol, nada.
Algo parecido sucede en Cuiabá, lugar del debut de Chile en la Copa, ante Australia. El Arena Pantanal, cuyo valor de construcción ascendió a los 215 millones de dólares, tuvo que ser cerrado en enero de este año para realizar "arreglos de emergencia", luego de que se descubrieran problemas de infraestructura. El estadio no ha sido completado según los planes originales, y a la fecha ha quedado convertido en un campamento de mendigos.
La raíz del problema es que, en el afán de dispersar las sedes del Mundial por todo el país, se olvidó tomar en consideración que no todos los puntos escogidos eran efectivamente zonas con mucha tradicion de fútbol, y que aseguraran una masiva convocatoria en las competencia local, ante la ausencia de clubes de mayor arrastre. En cambio, para los pequeños equipos que podrían hacer uso de las instalaciones, es imposible asumir los costes derivados de jugar en semejantes recintos, por el alto costo de mantenimiento.
Los nuevos estadios ni siquiera son una opción atractiva para los gigantes de Brasil. Flamengo, el equipo más popular del país, dijo hace poco que incluso puede terminar perdiendo dinero si juega en el estadio Maracaná, sede de la final del Mundial. Indicó que bajo el acuerdo con los nuevos dueños del estadio, le queda muy poco dinero de las recaudaciones. Atlético Mineiro afirmó que tiene el mismo problema con el Mineirao, sede de la histórica paliza que Alemania le dio a la Verdeamarelha en las semifinales.
"No se justifica jugar en el Mineirao a menos que vayan 40 mil personas", expresó el presidente de Atlético Mineiro Daniel Nepomuceno, cuyo club a menudo prefiere jugar en otro estadio de Belo Horizonte, el Independencia, que es más pequeño y no fue usado en la cita planetaria.
Trabajos inconclusos
El estadio Itaquerao de Sao Paulo todavía no había terminado de construirse cuando se jugó allí el choque inaugural del Mundial entre Brasil y Croacia. Recién ahora, once meses después, se están completando las obras. La asistencia a los partidos de Corinthians aumentó considerablemente, pero el club no puede usar el dinero extra porque todavía se están pagando los trabajos.
Otro recinto que aún está incompleto es el Arena da Baixada en Curitiba, donde el mes pasado se estrenó un techo retráctil. Atlético Paranaense, el propietario del estadio, dice que es el primero en el continente en tener un techo móvil, pero admite que "los dividendos no son lo esperado".
"Hay muchas formas de ganar dinero con estos estadios, pero hay que trabajar duro para conseguirlo, no es algo automático", sostuvo el especialista en márketing en el deporte Joao Henrique Areias. "Como están las cosas, no se puede esperar que Brasil saque provecho" de los estadios, agregó. "Y todos sabemos quién va a pagar por todo esto: el contribuyente".
Las protestas que se tomaron Brasil tanto en la previa como en pleno mundial, y que criticaban el enorme gasto fiscal que estaba siendo destinado a la producción del evento, ahora son un incómodo recordatorio de cuán evidente era el problema que se avecinaba. Peor aún, con semejante legado a cuestas, ahora el país se prepara para acoger los Juegos Olímpicos de 2016, un evento que se calcula significará un gasto aún mayor de fondos públicos. La fiesta de Brasil 2014 terminó hace rato, pero los anfitriones siguen sufriendo la resaca.
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