Opinión: La miopía de nuestro cine




Me interesa el cine chileno por una razón algo retorcida y literaria: tengo una especie de adicción por escuchar el lenguaje ripioso que nos caracteriza con la nitidez que solo permite la sala oscura. Es decir, voy a ver películas nacionales para reconocer y desmenuzar el habla que oigo en la calle, entre los ruidos de las micros y los bocinazos. Cuando noto que los actores se expresan de una manera impostada, lo que suele suceder, de inmediato deja de interesarme y salgo sin culpa. No tengo tolerancia al vozarrón falso del que hacen gala algunos histriones. El asunto es que voy al cine a ver filmes chilenos con el único fin de escuchar a los personajes. No me ilusiono con ver historias que me enganchen, porque me he decepcionado muchas veces.

Tengo la impresión de que nuestro cine suele ser corto de vista e ignorante en lo que respecta a las posibilidades culturales que le ofrece su entorno. No ha asimilado la tradición de novelistas y cuentistas que poseemos. Al parecer, los cineastas ni siquiera se han interesado en leerlos. Si no, es difícil explicar por qué a ningún director se le ha ocurrido llevar a escena el breve y magnífico cuento El papá de la Bernardita, de Mauricio Wacquez. O los mundos mínimos, internos, de González Vera y Carlos León. Hay también episodios reales de indudables connotaciones cinematográficas, como la fuga de Neruda por la cordillera hacia Argentina. Recuerdos del pasado, de Vicente Pérez Rosales, podría ser la gran superproducción chilena de época.

Los guionistas y directores insisten en mirarse el ombligo y en descubrir por ellos mismos lo que son viejos hallazgos de otros. Desde que encontraron éxito de taquilla con la veta picaresca, no la soltaron más. Taxi para tres es un buen ejemplo, pero los intentos del Rumpy son bastante peores en esa cuerda. Otros se han inclinado por un realismo insípido y pulido, como Andrés Wood. Y no faltan los que han caído en trabajos de corte existencialista, como Gregory Cohen, en quien sí rescato el humor que destilan sus películas.

Alberto Fuguet es un caso aparte: es un escritor que entra en el mundo del cine corriendo los riesgos que implica habitar dos espacios en un país muy angosto e injusto con quienes incursionan en nuevos territorios. Otro director vinculado a los libros, pero de forma opuesta a Fuguet, es Rodrigo Sepúlveda, que filmó con demasiado respeto Un ladrón y su mujer, basado en un texto de Manuel Rojas. Y, por supuesto, Silvio Caiozzi, que ha trabajado en los mundos de José Donoso de forma convencional, como si el cine estuviera subordinado a la literatura.

El cineasta más literario es Raúl Ruiz. A veces, incluso, llega a ser literatoso. En sus filmes se nota su afición por la lectura. Palomita blanca me parece insuperable por la libertad con la que Ruiz agarra la novela de Lafourcade como trampolín para describir un momento histórico con sarcasmo y sin moralina.

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