A cinco años del 18-O

Estallido Social
Foto : Andrés Pérez

El hecho de que ahora no se privilegien los cambios radicales y se cuente con avances como la PGU, hace difícil sostener que el país se estancó, pero es evidente la lentitud para abordar las reformas que el país demanda. El gran responsable de ello es el sistema político.



La nueva conmemoración del 18-O ocurre en un ambiente totalmente distinto a lo que se observó en otros años, donde esta vez no se prevén actividades especiales en La Moneda, e incluso el PC, que ha sido un activo defensor del llamado estallido social, ha recordado esta fecha en un marco de notoria discreción.

En la misma ciudadanía se observa un cuadro de desafección respecto de lo que fue dicho período. Esto marca un fuerte contraste con la efervescencia de entonces, cuando millones de personas se volcaron a las calles a exigir cambios sociales y a la par se desató un cuadro de inusitada violencia, que en ese momento fue consentido por muchos, como genuina forma de presionar por demandas sociales, lo que incluso forzó a un acuerdo político a gran escala por la paz y una nueva constitución.

Ciertamente la amarga experiencia de haber vivido un largo tiempo sumidos en la violencia -que solo la pandemia logró atenuar en parte-, y los dañinos efectos que la convulsión y la incertidumbre generaron sobre el crecimiento y el bienestar general, han llevado a que una abrumadora mayoría (87%, según Cadem) rechace la idea de que la violencia en las calles puede ser legítima. En 2019, el 72% estimaba que la crisis es la expresión de un descontento generalizado; hoy lo cree así el 58%, y claramente se ha tomado distancia con formas de protesta que entonces se validaron ampliamente.

Son signos alentadores -alejándonos del “octubrismo”-, pero como contrapartida sólo el 6% de los encuestados cree que estamos mejor como país. Detrás de ello subyace un profundo desencanto, seguramente motivado por la idea de que en todo este tiempo -y con dos procesos constituyentes fallidos- el país no ha tenido avances y todo sigue igual, o incluso peor. En efecto, la economía no ha logrado despegar, el desempleo sigue aumentando, la delincuencia se ha tornado por lejos en la principal preocupación de los chilenos, y una serie de reformas en áreas fundamentales como la educación, la salud o las pensiones siguen aún pendientes.

Sin perjuicio de ello, sería un error sostener que en todo este tiempo el país no registra ningún avance. Desde luego, el que haya habido dos procesos constituyentes fallidos ha servido para comprobar que el país no quiere refundaciones ni cambios radicales. En materia de pensiones se logró una conquista fundamental, como es la Pensión Garantizada Universal, y en el debilitamiento económico también cabe considerar el fuerte impacto que significó la pandemia. La desvalorización que hubo respecto del rol de las Fuerzas Armadas y de Orden fue un factor incidente para que la violencia se siguiera expandiendo, pero es valioso que ahora último la ciudadanía haya vuelto a revalorizar a las policías y un cierto sentido del orden.

De modo que aunque no ha sido una etapa sólo de estancamiento, sí es un hecho que tampoco se ha avanzado con la rapidez que se quisiera en resolver las demandas más apremiantes que reclama el país. Ello ha sido el resultado no de la indiferencia ciudadana, sino de una combinación de factores -violencia, pandemia, debilitamiento del orden público- que lo han dificultado, pero sin duda la falta de voluntad de las fuerzas políticas para abordar reformas sobre las que hay plena coincidencia ha jugado un rol determinante para alimentar este cuadro de decepción generalizada. De no mediar cambios en la actitud del sistema político, es difícil pensar que el rumbo pueda cambiar significativamente, continuando en este círculo muy poco virtuoso.

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