Acciones y omisiones (respuesta a Bernardo Larraín)
Celebro que la columna de Bernardo Larraín advierta la urgencia de superar las desigualdades y concluya que “tenemos la oportunidad y el deber de construir un nuevo pacto social”. Son declaraciones relevantes viniendo del presidente de la Sofofa.
Larraín resume nuestra discrepancia diciendo que “más que fallas estructurales del llamado modelo o la concentración del poder como parece argumentar Daniel Matamala, han sido las acciones y omisiones de la política y del Estado las que en buena parte explican la acumulación de estas desigualdades”.
El problema de ese razonamiento es que es imposible explicar esas “acciones y omisiones” sin entender los equilibrios de poder que definen esas decisiones en cualquier sociedad.
Las políticas públicas que favorecen ciertos intereses no son simplemente “malas políticas”, fruto del azar o la incompetencia. Son el resultado del juego de poderes entre distintos grupos de presión.
Eso es obvio. Nadie podría explicar las políticas que tenemos sobre educación superior sin considerar las presiones de los estudiantes universitarios, los impuestos al diesel sin entender el poder de los dueños de camiones, o el estatuto de los funcionarios públicos sin ponderar la influencia de los empleados del Estado.
Sin embargo, el presidente de la Sofofa pasa por alto el factor más relevante de todos: la concentración del poder económico, y cómo este influye directamente en el poder político.
Me permito recordar solo dos ejemplos entre muchos.
El primero es la Ley de Pesca.
En 2012, el Estado de Chile debía entregar las cuotas de captura para la pesca industrial. Pero en vez de licitarlas entre todos los interesados, resguardando la libre competencia y asegurando millonarios recursos para políticas sociales, el Congreso y el gobierno decidieron regalar a un puñado de dueños de seis grandes pesqueras cuotas de captura estimadas en US$743 millones anuales.
Eso no fue un descuido ni el error de algún burócrata despistado. Las pesqueras se aseguraron ese resultado mediante vías legales e ilegales: financiaron generosamente, desde el Plebiscito de 1988 en adelante, campañas de políticos de izquierda, centro y derecha, a través de boletas truchas y aportes reservados. Y a varios parlamentarios los pusieron directamente a su servicio, pagándoles mientras les entregaban detalladas instrucciones sobre qué proyectos presentar, cómo votar, y qué oficios enviar a otros poderes del Estado.
El segundo ejemplo es la impunidad de las colusiones.
El 20 de noviembre de 2001, el presidente de la CPC encaró directamente a Ricardo Lagos. “Señor Presidente, por favor déjenos trabajar tranquilos”, le espetó provocando la ovación de 1.500 empresarios reunidos en la Enade. El gobierno decidió negociar: tres meses después, La Moneda y el empresariado habían concordado trece proyectos de ley, incluyendo uno que, junto con promover avances en la institucionalidad de libre competencia, eliminaba el delito de colusión.
Gracias a este acuerdo, ratificado por el Congreso, los robos a los consumidores perpetrados en los años siguientes por los carteles de las farmacias, el papel y los pollos, quedaron impunes en la justicia penal.
Podríamos seguir con innumerables ejemplos: el royalty minero en que SQM redactó un artículo que la beneficiaba; la puerta giratoria por la cual gerentes de AFPs o Isapres pasan de regulados a reguladores; o las leyes consensuadas entre gobierno y empresariado para eximir de impuestos la contraventa de acciones.
La influencia del dinero existe en todas las democracias. Pero, mientras más concentrada esté la riqueza, más fuerte será esa presión. Y en el caso de Chile, dicha concentración es extrema. Distintos estudios han estimado que 45 hogares acumulan un 10% de la riqueza financiera (BCG), o que las cinco mayores fortunas ganan lo mismo que los cinco millones de chilenos más vulnerables (López).
No es casualidad que las diez democracias más plenas del mundo según The Economist (Noruega, Islandia, Suecia, Nueva Zelanda, Finlandia, Irlanda, Dinamarca, Canadá, Australia y Suiza) sean, todas ellas, sociedades mucho más igualitarias que la chilena, con índices de desigualdad (Gini) de entre 0,26 y 0,34.
Nadie expresó este problema con más claridad que un joven político llamado Andrés Allamand, cuando denunció en 1993 los “poderes fácticos” en la política chilena. “RN tiene el 18% de los votos, pero Hernán Briones, el señor de la Sofofa, vale más que el partido completo”, declaró.
Desde entonces algunas leyes, aun tímidas e incompletas, han avanzado en reducir esa influencia. La concentración de la riqueza, en cambio, sigue siendo extrema para una democracia capitalista. Un nuevo pacto social más justo y legítimo -un objetivo que compartimos con Bernardo Larraín- debe sin duda hacerse cargo de ese factor.
Un anterior presidente de la Sofofa, Orlando Sáenz, declaró: “tenemos el poder económico, que hace casi todo posible”. Ese es precisamente el estado de cosas que Chile debe dejar atrás.