Columna de Alejandra Castillo: Terrorismo, seguridad y el discurso del miedo
El tránsito del estado de naturaleza hobbesiano al estado civil, donde la libertad se entrega a cambio de una promesa de más libertad y seguridad, parece más un espejismo que una realidad. En Chile, el punitivismo devora los principios de justicia garantista, desplazando derechos como la presunción de inocencia hacia un rincón oscuro y, a estas alturas, impopular y obsoleto, donde su vigencia es más teórica que práctica.
¿Estamos presenciando el ocaso de la presunción de inocencia y la presunción de culpabilidad tanto en el proceso como de manera previa a éste?
La nueva Ley sobre Delitos Terroristas introduce herramientas tecnológicas tan fascinantes como inquietantes, entre ellas el IMSI Catcher, un dispositivo que no solo rastrea y escucha, sino que también edita y suplanta identidades. La tecnología, tan prometedora como perturbadora, habilita una vigilancia que va más allá de cualquier distopía literaria, y se plantea como la solución definitiva a un enemigo siempre presente pero raramente definido: el terrorismo.
Sin embargo, la ley ofrece una definición tan amplia que, sin demasiado esfuerzo interpretativo, casi cualquier conducta puede subsumirse en una tipificación amplia, plurihipotética y vaga en cuanto a sus elementos subjetivos se refiere. Privación de libertad, lesiones, incluso alteraciones al orden público, adquieren tintes terroristas si se les adjudica un propósito ulterior que puede ser: a) socavar, desestabilizar gravemente o destruir las estructuras políticas, constitucionales, económicas o sociales el orden institucional democrático; b) alterar gravemente el orden público; c) imponer exigencias o arrancar decisiones a la autoridad política o a una organización internacional; d) infundir temor generalizado en la población o en una parte de ésta de pérdida o privación de derechos fundamentales; o e) inhabilitar o afectar gravemente la infraestructura. Un concepto que, por su vaguedad, extiende sus tentáculos hacia formas de crimen organizado o delitos comunes, diluyendo el significado del terrorismo y banalizando su gravedad.
¿Es este el precio de la seguridad? ¿Ceder porciones significativas de nuestra privacidad y autodeterminación informativa al altar del miedo colectivo?
La ironía es que, bajo esta lógica, la seguridad prometida acaba socavando la esencia misma del Estado de Derecho, convirtiendo a sus ciudadanos en perpetuos sospechosos. ¿No es este, acaso, un regreso al Leviatán autoritario, donde la vigilancia se justifica como prevención, y el miedo como política?
La eficacia del sistema judicial no debería medirse en números de condenas, como si fueran trofeos en una vitrina. Quizás, en un giro paradójico, las bajas tasas de condena que arguyó alguna voz parlamentaria para justificar el endurecimiento de esta ley no reflejan la debilidad de las instituciones, sino su fortaleza al resistir la tentación de sacrificar garantías fundamentales. Pero este matiz, sutil y crucial, se pierde en el bullicio de quienes proclaman que más castigo es sinónimo de más justicia. Descreo.
La seguridad, legítima en sus fines, no puede construirse sobre el colapso de los derechos que pretende proteger. Optar por medidas intrusivas sin una regulación estricta no es solo imprudente; es cínico. Porque, mientras cedemos libertades en nombre de la protección, se borra la línea que separa el orden del control absoluto. Y, como bien sabemos, lo que comienza como una concesión razonable puede terminar como un trágico exceso.
Por Alejandra Castillo Ara, directora del Departamento de Derecho Penal UDP