Columna de Ascanio Cavallo: Breve crónica de la destitución
El domingo pasado terminó de caer el sistema político vigente en Chile desde el fin de la dictadura. Ha sido una caída más larga de lo que muchos de sus propiciadores deseaban, pero esa longitud ha favorecido también su radicalidad, el empuje más y más hacia la izquierda de un país que hace sólo tres años eligió a un gobierno de derecha, con un Presidente que también venía a radicalizar su proyecto (¿quién quiere volver a La Moneda si no es para eso?).
Ahora es visible la continuidad entre la disrupción del 18-O y el proceso seguido desde entonces. Sólo para recordarlo, en aquellos días el Presidente creía que su gran momento estaba por llegar, que el boom de la economía iba a estallar y que la ciudadanía sólo debía tener un poco de paciencia. Más paciencia. No sabía él, como no sabía nadie en el mundillo político, que la paciencia estaba colmada y que bastarían cinco centavos de dólar, o quizás cualquier otra cosa, para reventarla.
El Presidente se quedó sin reacción y al día siguiente fue notificado de que no contara con las Fuerzas Armadas para reparar la estantería: eso es lo que comunicó, de modo bastante obvio, el general que dijo que no estaba en guerra. Lo que no se supo es que la única “línea roja” que los militares se trazaron fue La Moneda: no permitirían que fuera asaltada. Más que roja, era una línea corta.
Unas semanas después, cayó la Constitución. De una manera menos estruendosa, más ordenada, más institucional, mediante el acuerdo del gobierno con las fuerzas parlamentarias. Es de notar que se hiciera mediante un camino institucional. Pero también es de notar que ocurriera en un ambiente de furia contra las instituciones, a menudo tan vilipendiadas como el propio gobierno.
Luego vino la pandemia, que el gobierno vio como la tregua adecuada para exhibir su capacidad de gestión, ignorando que eso había dejado de importar y que, en cambio, la parálisis de la economía venía a profundizar los reclamos del 18-O. Durante la crisis sanitaria cayeron el presidencialismo y el Tribunal Constitucional. En el plebiscito sobre el cambio de Constitución cayó la derecha, que se hizo pedazos entre cierta idea de los principios y cierto neopopulismo aún emboscado.
El domingo pasado, después de un año y medio, por fin adquirió rostro el 18-O: la Lista del Pueblo, ese grupo heterogéneo que obtuvo 27 escaños constituyentes, que no estuvo en ningún acuerdo, que lo rechazó expresamente y al final lo aprovechó con una estrategia electoral sagaz, pero que no es obra de la pura ingeniería política. La Lista del Pueblo es antipartidos, antiinstituciones y antisistémica, y al mismo tiempo heterodoxa, multifacética: allí sí se reconoce el núcleo del 18-O, que era tan difícil de ver porque durante largos meses estuvo recubierto por otras cosas, el show, la suplantación, la violencia.
Junto con esa erupción, el domingo cayó el conjunto de los partidos, la mayoría de los cuales venía desbarrando desde el mismo 18-O, a veces para tratar de ponerse del lado de la protesta, a veces buscando alguna autoafirmación y al final desdibujándose completamente, lo que han sido, de dónde vienen y hacia dónde iban. La crítica disolvente contra los partidos es parte de la agenda de los tiempos, pero está bastante visto que nadie les cree si se suman a ella, en lugar de poner el músculo en su renovación.
Cuando se producen cataclismos electorales como el del domingo, lo normal es que las dirigencias asuman sus responsabilidades (o lo simulen). El gobierno prepara un cambio de gabinete del que nadie espera mucho, porque el Presidente ha sido dejado a su suerte. En cambio, en los partidos sólo ha renunciado el jefe de la DC, Fuad Chahin, que encima se quedó con algo parecido a una pistola humeante con ser el único militante elegido como constituyente. En cuanto a los demás, a derecha o a izquierda, no se oye, padre.
La derecha enfrentó las del domingo como si hace un siglo que no ganara elecciones. Como un gato arrinconado, aspirando a la meta de un perdedor, un modesto tercio, y como es lógico, también lo perdió. Lo único que se puede decir en su favor es que al menos logró inscribir una primaria unitaria -hasta por ahí-, que podría darle una sardónica ventaja en un esquema globalmente izquierdizado.
¿Y la Unidad Constituyente? “La noche más trágica y triste” llamó Hernán Cortés a su peor derrota. Sería apropiado si no fuera por lo mucho de farsa que tuvo el miércoles, en todo caso la más negra de toda la historia política de la otrora poderosa Concertación. Así pasó: el PS y el PPD despreciaron a la candidata recién proclamada de la DC; el PS despreció también su renuncia y cumplió igual con sus ganas de deshacerse de la DC para pactar con el PC y el Frente Amplio; el PC y el Frente Amplio despreciaron al PS por su aliado, el PPD, y el PS quedó despreciado, sin los brazos del PC y mirando a los brazos sangrantes de la DC. Y todos reducidos a siglas, sin carne y sin candidatos, o con unos candidatos ensuciados por esas umbrías operaciones. Los militantes dicen que les da vergüenza.
El zafarrancho de la centroizquierda no se compara con nada reciente, por lo menos en un siglo. Como el incendio de un polvorín de bengalas, marca y proclama la destitución de los partidos que fueron ejes y referencias, el último jirón del sistema político.
Hay sólo una salvedad: el conflicto de Chile está en la mitad de su resolución electoral. Faltan seis elecciones para saber si definitivamente el país ha entrado en otro rumbo.
Para la generación que lo ha vivido, esto ha sido como una jornada interminable arriba de un tiovivo. A los historiadores les será difícil entender la cantidad de retortijones en un suspiro de tres años.
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