Columna de Ascanio Cavallo: Con la moral, con la moral, con la moral

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El filósofo norteamericano Stanley Cavell llama esnobismo moral a esa tendencia del perfeccionismo que consiste en cumplir el deber con autosatisfacción e indiferencia, sin fijarse en que otros también lo pueden hacer. El individuo esnob, por lo tanto, considera que vive en una sociedad moralmente muy pobre, o por lo menos muy inclinada a la corrupción o la tiranía.

Por supuesto, tal vez sea un exceso culpar de tantas cosas juntas al ministro Giorgio Jackson sólo por haber dado por cierta la superioridad moral de su generación, o de su partido (no es muy claro), por sobre las generaciones y los partidos (tampoco es muy claro) que estuvieron antes en el gobierno, lo que incluye a padres, madres, tíos y tías, suegros, padrinos y madrinas de muchos de los actuales gobernantes.

Jackson entró en lo que ya parece un rasgo de estilo oficial -pedir disculpas- y como parte de eso dijo que había hablado para un grupo “apolítico”, una palabra que en cualquier contexto debería resultarle detestable.

A este grupo de muy poca estima le estaba hablando de la superioridad de su propio grupo por sobre otros. Evangelizaba. De ahí la palabra moral. Pidió disculpas debido al zafarrancho que se armó, pero no hay duda de que habló con total sinceridad. No sólo eso: lo que dijo identifica a la generación que alcanzó el poder en una inesperada deriva de la política local; y que, no obstante esa sorpresa, está completamente segura de pensar de manera correcta lo que el país necesita. Es lo que se podría llamar una perspectiva biográfica de la política. Esta convicción expresa una voluntad de poder; las disculpas, ciertas dudas en esa voluntad.

La acumulación de disculpas en el gobierno sugiere que se trata de un segmento que, a pesar de la drástica ruptura intergeneracional que ha impuesto en la sociedad, está aprendiendo cosas tales como que las palabras también son acciones, como supieron Wittgenstein y Freud, y que a veces tienen un peso superior a los actos; la ministra Camila Vallejo, a pesar de su correcto desempeño, incurre en la misma disociación estéril cuando separa “lo que decimos” de “lo que estamos haciendo”, acaso el más clásico argumento de los gobiernos en problemas. En este caso, “lo que decimos” expuso a Jackson ante los dirigentes y parlamentarios con los cuales está encargado de negociar un texto de compromiso de “Aprobar para reformar”.

Este compromiso ya era una complicación sin Jackson. El Presidente Boric dijo, hace menos de un mes, que no se debería hablar de reformas a la propuesta constitucional antes del 4 de septiembre (en la posición del PC y parte del Frente Amplio). Pero esta semana dijo lo contrario (en la posición del Socialismo Democrático y otra parte del Frente Amplio). Ahora, el oficialismo se ha debido embarcar en producir este acuerdo, bajo la batuta de Jackson. Parece que la batuta tendrá que cambiar de manos.

Pero persiste el fondo. Aunque es uno de los dirigentes del Frente Amplio que con más vehemencia expresa los lugares comunes y las simplificaciones históricas de su coalición, sería injusto ver el desequilibrio de Jackson como un asunto personal. El actual oficialismo sufre del mismo síndrome que tuvo la Concertación en sus primeros años, cuando insistía en fundar su necesidad histórica en la superioridad moral sobre la dictadura.

Quiso mantenerla en democracia -cuando ya no era pertinente- y no escuchó la advertencia de Edgardo Boeninger, que en el 2006 dijo que si no se liberaba del clima de corrupción estatal, la Concertación se exponía a quedar marcada por ella tal como lo había quedado Pinochet con los derechos humanos. Boeninger denunció que en esa época sectores de su coalición consideraban justo empatar el poder económico de la derecha con el abuso de recursos estatales. Esta puede ser una deriva indeseable de la superioridad moral, aunque también suele ser el mejor refugio para la desvergüenza.

Justificaciones muy parecidas se escuchan hoy para la designación de amigos, familiares e incondicionales en posiciones del Estado (incluyendo, penosamente, la Cancillería). ¿Qué se puede decir moralmente de eso? ¿Es una enfermedad inevitable, hereditaria, congénita, inherente a la condición humana?

El problema con la superioridad moral en política es que tiende a producir una espiral. Como ha dicho el politólogo Fernando Vallespín, “la distinción entre votar ‘bien’ o votar ‘mal’ no tiene sentido en democracia”; toda opción tiene la misma legitimidad ética. Pero, puestos a eso, lo lógico sería preguntarse también: ¿Cuál de las dos coaliciones del actual gobierno es más moral, la que domina el PC o la de los socialistas? ¿Cuál de los grupos que integran el Frente Amplio es más moral? ¿Qué sector es más moral, el del Apruebo a secas o el del “Apruebo para reformar”?

Una cierta corriente del psicoanálisis consideraría que todas estas pretensiones morales no son más que transferencias de ideas infantiles, pulsiones que se tuvo en el origen sobre los propios padres y se expresan más tarde bajo diversas formas rencorosas. En esa línea psicoanalítica, todo ser humano las habría tenido.

Ay de los padres.

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