Columna de Ascanio Cavallo: “El horizonte Trump”

Former U.S. President Donald Trump departs Trump Tower in New York
Donald Trump.


El martes pasado, Donald Trump estuvo a un tris de quedar sin competencia dentro del Partido Republicano para las elecciones de noviembre. Una semana antes dejó fuera de combate en Iowa al que parecía su principal retador, el gobernador de Florida Ron de Santis. No fue así en la segunda primaria, la de New Hampshire, únicamente porque no arrasó a su última competidora, Nikki Haley, y porque esta exdiplomática se ha mostrado especialmente corajuda. Pero lo más probable es que la supere, como ha estado superando los procesos judiciales, las descalificaciones electorales y la complicidad con un intento de golpe de Estado. Y su apoyo crece cada día entre los votantes latinos y afroamericanos.

Al otro lado, en el Partido Demócrata, tampoco hay ninguna figura con posibilidades de derrotar al actual Presidente Joe Biden, cuya gestión ha sido deslucida y poco inspiradora, aunque sus resultados en números son mejores de lo que se esperaba (The Economist advierte que su punto más débil es el descontrol de la política migratoria, sobre todo en la frontera sudoeste). Así, en noviembre se repetiría la elección del 2020 y sería la primera vez en 132 años que el presidente en ejercicio se enfrenta con un expresidente al que ya derrotó. Uno de 81 años, el otro de 77. No es lo que se pueda llamar un sistema político lozano.

En verdad, los presidentes de Estados Unidos no logran hacer muchas cosas en un cuatrienio. Sin embargo, marcan el clima mundial. Entre los especialistas en la política estadounidense no hay quien dude de que Trump 2 sería un gobierno más extremista, radical y vengativo, porque está convencido -no sin razón- de que el establishment ha hecho un esfuerzo desaforado para lograr su demolición política.

Es verdad que el triunfo de Trump es menos seguro de lo que parece. Muchos votantes republicanos lo rechazan y más todavía los independientes que votan a la derecha. Las elecciones de midterm no le fueron nunca favorables y la última vez perdió el Senado y la Cámara. Pero su fuerza disruptiva no tiene parangón en todo Occidente.

La presidencial de Estados Unidos será una de las últimas de un año que, como han anotado Carlos Malamud y Rogelio Núñez Castellano, investigadores del Real Instituto Elcano, resultará singularmente intenso en elecciones en todo el mundo. En el 2024 se disputará el gobierno en más de 60 países, incluyendo a Rusia, India, Alemania y el Reino Unido, además de seis de América Latina: El Salvador, Panamá, República Dominicana, México, Uruguay y Venezuela, si Maduro cumple los acuerdos firmados en Barbados en octubre pasado. Esta última sería la única elección de la región que se realizaría después de la de Estados Unidos.

Las personas no votan mirando el contexto mundial, sino sobre todo sus intereses domésticos. Desde el 2018 han prevalecido en América las elecciones que favorecieron a las oposiciones, un castigo a gestiones económicas sin crecimiento, poca o ninguna reducción de la pobreza, políticas sociales frustradas, crisis de seguridad y otros factores similares. Malamud y Núñez Castellano piensan que es posible que este año se rompa esa lógica, al menos en algunos países de América Latina, como El Salvador, República Dominicana y México, donde las encuestas dan ventaja a la continuidad de los actuales gobiernos. ¿Significa esto una moderación local de la polarización que afecta a casi todo el planeta?

Aquí es donde vuelve a entrar Trump, la figura más polarizadora que ha conocido Estados Unidos en el siglo XXI. Tal vez se pudiese discutir, a la luz de las políticas públicas de su primer mandato, si Trump está a la derecha o más cerca del centro. Lo que lo hace inequívocamente de derecha, y de ultraderecha, es su desprecio por las formas de la política democrática. Trump tiene una pulsión instintiva por coquetear con otros autócratas -incluso adversarios- como Vladimir Putin, Xi Jingping, Narendra Modi, que hace pensar que, si pudiera, pasaría por encima de todos los contrapesos para actuar según lo que le dictan sus gutos.

Trump representa casi todo lo que es tóxico en la política contemporánea: el rechazo a la discrepancia, el narcisismo desafiante, la invención de los “hechos alternativos” para confrontar a la prensa, el uso masivo de la desinformación, las veleidades personales como práctica política, el gobierno de las redes digitales, la imprudencia de sus opiniones sobre el mundo. En todo esto, es un hijo de los tiempos. Un hijo dilecto.

Pues bien, desde el punto de vista de América Latina, Trump es la motivación precisa para activar el impulso antiestadounidense que está en la epidermis de toda la izquierda de la región. Biden no ha hecho mucho por ser apreciado (quizás con la excepción de México); Trump no necesita hacer nada para despertar el encono hacia el país que quiere liderar. Su eventual regreso a la Casa Blanca no influirá en las elecciones de este 2024, pero podría cambiar algo en el aire de las posteriores.

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