Columna de Ascanio Cavallo: El lugar del pesimismo

El Presidente Gabriel Boric encabeza reunión con representantes de los partidos de Chile Vamos, en el Palacio de La Moneda.
Presidente Gabriel Boric junto con algunos de sus ministros


Gabriel Boric recibió a un país sumido en el pesimismo. Como le pasa a cualquiera que haya obtenido un logro inesperado, es probable que viese en su alrededor una explosión de alegría y optimismo y que confundiese eso con un cambio en el estado de ánimo general. Algo parecido al triunfo en segunda vuelta: ¡qué mayoría tan grande! No era así, pero eso no es importante. Lo que importa es que 17 meses después el pesimismo sigue siendo el clima dominante, y hasta ha empeorado, según el índice que se mire.

Para un gobierno de jóvenes vigorosos, ha de ser una constatación muy ingrata. Por supuesto que este clima no es el producto del nuevo gobierno, sino que se prolonga desde mediados de la década pasada, alrededor del 2015, y se ha hecho más pesado año por año. El novus ordo millennium que la nueva generación debía inaugurar -para muchos de ellos el milenio comenzaba no el 2000, sino el 2022- ha ingresado oscurecido por el abatimiento. Según la encuesta Cadem 500, un 61% cree que Chile está peor que hace 10 años. Las apreciaciones sobre la evolución del país, el progreso económico, el empleo y el consumo están en sus niveles más negativos del decenio; hasta el usual optimismo sobre la situación personal aparece empatado con la expectativa oscura.

No hay que desdeñar el pesimismo como una mera incidencia sentimental, ajena a las realidades duras del poder. Es un mal asunto para los gobiernos, como ya lo notó el Presidente. Desmoraliza, enoja, aumenta la desconfianza, eriza las discusiones, oscurece el ambiente creativo. Arruina la fiesta. Convierte al mundo en un amargo error.

Hay razones discernibles para su actual imperio. En la mitad de la década anterior se inició una fase de estancamiento en el crecimiento económico que ha significado una amenaza clara y presente para la clase media “emergente”, una inmensa masa humana que dejó atrás la pobreza en los años previos, pero que es extremadamente frágil. Un estudio de Libertad y Desarrollo, que calcula la clase media en un 68,8% de la población, sostiene que ahora se está registrando una recuperación de la movilidad social, aunque sigue bastante por debajo del 2014. El momento de hundimiento, por supuesto, fue la pandemia, y todavía da escalofríos recordar que algunas instituciones -el Colegio Médico a la cabeza- llegaron a exigir una paralización total de las actividades del país. ¿Cómo estarían hoy esas clases medias dañadas?

Pero esa fue una desgracia, como un terremoto o una ola de incendios. Nada que el país no pudiera superar. Sólo que no ha sido así. El crecimiento del PIB ha sido inferior a la inflación -incluso la pequeña-, lo que significa que todos, incluidas esas clases medias frágiles, han ido perdiendo capacidad adquisitiva, ni hablar de ahorro. Ni el Estado ni las empresas han revertido esa situación, con la única diferencia de que han ido aumentando las recriminaciones mutuas. Un hecho cierto es que en los meses que lleva el actual gobierno ese impasse no ha hecho más que agravarse: la desconfianza recíproca es radical.

El estancamiento económico es una dimensión, que tal vez ocupe el primer lugar en las prioridades, pero lo disputará, seguramente, la seguridad personal. El sentimiento de inseguridad comenzó a elevarse con la violencia de octubre del 2019 y los dos meses siguientes, pero después de eso desprendió de esos contenidos políticos.

Tomaron fuerza segmentos de esas movilizaciones, como las pandillas, las barras bravas, el narco y, por sobre todo, el crimen organizado, cómodamente instalado desde las cárceles hasta los territorios vedados para la policía. Todas esas constituyen amenazas cotidianas que, reducida la pobreza, amenazan especialmente a las clases medias. Para ellas, no poder caminar de noche, limitar a sus familias, evitar ciertos barrios, fortificar sus casas, presenciar y callar, todo eso es igual a volver a la pobreza. La sombra de una noche peligrosa siempre tiene algo miserable.

Y luego están los entusiasmos del novus ordo, muchos de los cuales se expresaron en la fallida Convención Constitucional: la política de las identidades, el multiculturalismo, el etnonacionalismo, el decrecimiento, el asambleísmo. En conjunto, estas tendencias han transmitido la idea de que no existe un “nosotros”, sino una diversidad de grupos que jamás podrían entenderse entre sí. El filósofo Charles Taylor llamó a esto “inconmensurabilidad”, un mundo de exigencias de tales dimensiones, que resultan siempre incompatibles con las de otros. Así la política se convierte en confrontación. Cesa la posibilidad de la democracia.

Eso es lo que parece haber percibido, oscuramente o no, la maciza mayoría que votó por el Rechazo en septiembre del 2022. Esa gente no aceptó desechar el “nosotros”, la “casa de todos” que la Convención no quiso construir. El problema es que el gobierno se matrimonió con esa Convención y, en el repaso histórico, parecerá probable que haya sido el error decisivo del gobierno de Boric, el quiebre de la bisagra, el momento después del cual no queda nada para confiar.

La expresión de este clima es la deriva de las hegemonías: el Partido Comunista en el oficialismo, el Partido Republicano en la oposición, partidos enojados por definición. Lo que está en medio de ambos puede ser importante, pero hasta ahora ha carecido de la capacidad de ofrecer confianza a la ancha clase media decepcionada. Hace 50 años, la derecha le ganó esa disputa a la izquierda mediante una revolución, una tragedia. Ahora lleva el curso de una comedia.

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