Columna de Ascanio Cavallo: El último plebiscito
Audrey Tang Feng, de 42 años, es una ministra transgénero (postgénero, dice ella) del gobierno democrático de Taiwán -la república que la China de Xi Jingping quiere absorber-, experta en redes digitales y pionera en el desarrollo de mecanismos para el gobierno electrónico. Bajo su dirección, el gobierno taiwanés ha conducido deliberaciones populares acerca de temas complejos, tratando de identificar los puntos de consenso entre los ciudadanos mediante sucesivas intervenciones escritas. Esto lo cuenta el académico Ben Ansell en un libro reciente de título seductor, Por qué fracasa la política (Península, 2013), en el segmento dedicado a la polarización.
La tesis de Ansell no es nueva -la deliberación racional y pacífica tiende a acercar las posiciones-, pero su libro presenta las dificultades de emprender tal esfuerzo. Entre sus soluciones están las asambleas de escala creciente -como los cabildos constitucionales de Bachelet 2- o la introducción del voto obligatorio, con el supuesto de que un mayor número de votantes favorece las posiciones moderadas.
Chile ha combinado dos situaciones aparentemente contradictorias. El 17 de diciembre decidirá su Constitución en un plebiscito, la forma más polarizada posible de las elecciones. Y lo hará con voto obligatorio, la forma más moderatoria. Tenemos una idea del significado del voto obligatorio: en dos votaciones sucesivas ha favorecido con largueza a la derecha. Contra todo lo que la teoría social podía presumir, se convirtió en un voto adverso para la izquierda. Pero no es posible descartar que se haya tratado en ambos casos de votos contra la política en general o contra el gobierno en especial. Las dos cosas no son incompatibles.
Por esta última razón, todos los asesores imaginables han estado insistiéndole al gobierno que no se inmiscuya, que no corra riesgos y que no convierta de nuevo una elección en un juicio a su gestión. ¿Podrá hacerlo, podrá guardar silencio? No, eso resulta improbable, no sólo por la incontinencia presidencial, sino porque los 10 partidos de su coalición ya están proclamando que votarán por el rechazo.
En este gobierno ha sido imposible separar al Ejecutivo de los partidos que lo sustentan, en parte porque el gobierno se concibe a sí mismo como un servicio y un factor de unidad de sus soportes. Aunque la elección presidencial fue extremadamente personalizada, la gestión posterior ha sido lo contrario. Frente y fondo no se separan. Nada que hacer. La probabilidad de que el plebiscito se convierta en otro juicio sobre el gobierno es muy alta. Eso es lo que parece confirmar el apoyo al nuevo proyecto por parte de Amarillos y Demócratas, que fueron importantes en el rechazo del proyecto de la Convención.
La derecha, cumpliendo su papel de oposición, ya se ha alineado en favor del nuevo texto. Cómo iba a ser de otra manera: las concesiones que aceptó el hegemónico Partido Republicano fueron las que le pidieron sus aliados de Chile Vamos, no las del Socialismo Democrático. Igual que el Frente Amplio y el PC, los seguidores de José Antonio Kast creen en la polarización, no en la conciliación. Confían en que el país vuelva a darles los triunfos que ya tuvieron en septiembre del 2022 y en mayo del 2023. Después de todo, ¿qué ha cambiado desde entonces?
Bien: lo que menos ha cambiado es el rechazo a la política, sobre todo la confrontacional. Hasta aquí, la ciudadanía parece haber percibido todo este último proceso como parte de lo mismo, lo que explica el rechazo registrado por las encuestas. Ya es claro que las encuestas tienen el problema de las zonas ciegas, formadas en gran parte por los electores aparecidos con el voto voluntario. ¿Son ellos los moderadores del debate? No se sabe. Aún nadie sabe mucho acerca de esa formidable fuerza de votantes que apareció para rechazar el proyecto de la Convención.
“La democracia es, en última instancia, una cuestión de opiniones”, escribe Ben Ansell. “Pero, al final, tendremos que ponernos de acuerdo en algo”. El país funciona con algunos de esos acuerdos: el gobierno es obedecido, el Congreso trabaja y en la mayor parte del territorio impera la ley. Las divergencias son sobre el futuro. Las opiniones de la Convención derrotada querían hacer crecer al Estado distribuidor y fragmentar su unidad cultural. Ahora, las del Consejo proponen frenar el crecimiento del Estado con instituciones que lo vigilen y asegurar su unidad política. ¿Cómo puede haber acuerdo entre estas posiciones?
Quizás pudo conseguirse a través de algún dispositivo para repasar uno por uno los desacuerdos. Quizás se debió invitar a Audrey Tang. Pero eso ya no ocurrió. En cuatro años de discusión, los dirigentes políticos sólo tuvieron dos ideas para zanjar las cosas: dos plebiscitos, blanco o negro, sí o no, doble contra sencillo.
Y así se llegará al 17 de diciembre: con la izquierda ocultando sus deseos de volver a atacar el orden constitucional en uno o dos años más y con la derecha tratando de cerrar las brechas que abran esa misma posibilidad. Ahora viene el río de consignas, reducciones y falsedades que son propias de las campañas polarizadas.
Entre tanto, el país seguirá estancado. El economista Aldo Lema estima que el crecimiento de los próximos años será de no más del 2%. Eso es lo que le pasó a Sebastián Piñera el 2018 y el 2019. Y no tenía nada que ver con la Constitución.
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