Columna de Ascanio Cavallo: El vaciamiento democrático
La Comisión Experta está concluyendo su trabajo en un clima menos amable del que tuvo en sus inicios. Esto puede ser una sorpresa para algunos, pero no lo es si se observa que algunos de sus miembros -como era lógico- apoyaron con entusiasmo el proyecto de la Convención Constitucional. Difícil pedirles que se resignen a otro medio siglo sin ganar nada.
Lo que sorprende es que parte de esa refriega se haya situado en el sistema político y en especial en el sistema electoral: listas cerradas o abiertas, partidos o pactos, más o menos distritos, más o menos escaños. Cabía suponer que a estas alturas estarían más o menos identificados los males que se derivan de un sistema político defectuoso.
Un error gigantesco de los últimos años ya fue corregido: el voto voluntario. El plebiscito de septiembre pasado fue fundamental para ajustar un error que ha sido frecuente en la historia política chilena: la creencia de que quien triunfa con una mayoría relativa es dueño de la mayoría total. Pero no hay que hacerse ilusiones con la sola reposición del voto obligatorio: como ya se vio en los 90, la participación irá disminuyendo, a menos que el Estado muestre una capacidad real para sancionar el incumplimiento. Una multa no es suficiente, menos si no se cobra.
Otro error está ahí, visible, pero no denunciado: la limitación de las reelecciones, desde parlamentarios hasta alcaldes. Esta idea fue promovida con entusiasmo por los jóvenes (sobre todo del Frente Amplio) que querían desplazar a una clase política a la que consideraban apernada en posiciones protegidas. La reelección de, digamos, un diputado, es un signo de su compromiso con sus electores; no se ve por qué la reiteración de un caso así deba ser invariablemente negativo. El bálsamo es peor que el dolor: crea todos los estímulos para que accedan aficionados, aparecidos, oportunistas y veletas. Un especialista podría hacer la lista examinando el Parlamento actual, sin hablar de la nómina de alcaldes.
La democracia consiste en evitar la concentración del poder, pero también impedir su disolución. Sin poder no hay democracia. El esfuerzo por contener la petrificación de una élite política no puede llevar a su contrario, la explosión de incompetencia en una elección tras otra. En un artículo reciente, los profesores Rodrigo Barrenechea (uruguayo) y Alberto Vergara (peruano) llaman a esto “vaciamiento democrático”. El caso de estudio ya casi es de manual: Perú, cuyo depuesto presidente, Pedro Castillo, sin más antecedentes que la dirigencia de un pequeño sindicato de profesores de Cajamarca y apenas un cuarto lugar en una ínfima elección municipal, ganó las elecciones del 2021 por tres décimas. Se halló en una situación ingobernable, pero no inusual: Perú lleva siete presidentes en siete años. Fue otra víctima de un Estado sistémico.
El vaciamiento democrático consiste, dicen Barrenechea y Vergara, en “la extrema dilución del poder observada como fragmentación electoral, el reemplazo gradual de los políticos profesionales por outsiders y la ruptura de lazos entre los representantes elegidos y la sociedad”. En el fenómeno peruano, estos rasgos atraviesan casi todas las instituciones y construyen una cadena de poderes vacíos, empatados únicamente en su nulidad.
La reelección presidencial es otro problema. En cierto modo, las experiencias de Bachelet y Piñera sobrepasaron el implícito de que la reelección era casi inviable (no prohibida), pero ambos casos mostraron las graves limitaciones de ese sistema. Es preciso pensarlo un poco más. ¿Vale más una reelección continua que una discontinua? ¿Debe jubilarse para siempre o sólo por un tiempo a quien ya ocupó La Moneda?
El régimen presidencialista se ha salvado, en parte, por el desaforado ataque que había sufrido en la Convención. Persistirá, seguramente, la endémica fijación por limitar sus facultades fortaleciendo las del Congreso. La Constitución de 1980 exacerbó el poder del presidente para responder a una obsesión no de Jaime Guzmán, sino del expresidente Jorge Alessandri, enojado por la destitución de su padre en los años 20. Hasta la Junta Militar trataba siempre de limitar el poder de Pinochet, lo que muestra que, tal vez, se trata de una pulsión de las instituciones. Quizás la clave sólo consiste en no llevar esa competencia hasta el grado de la destrucción mutua, como son la declaración de vacancia o la disolución del Congreso en Perú. Ambas cosas ocurrieron en el caso de Castillo.
Por fin, parece adecuado poner un freno institucional a la proliferación de partidos, porque los grupos pequeños defienden intereses particulares y crean las condiciones para el surgimiento de jefes patrimonialistas, sólo buscan principalmente la remuneración estatal. La financiación del Estado pierde sentido cuando ocurre, como con las últimas administraciones de la Democracia Cristiana, que el partido termina debiendo más de lo que gana por sus votos. La retribución estatal no puede ser un aliciente para la creación de partiduchos.
La Comisión Experta debería producir un texto con la mayoría de estos problemas resueltos. Si no es así, será más difícil enfrentarlos en el Consejo Constitucional. Los profesores Barrenechea y Vergara advierten que hay tres países bajo la amenaza del vaciamiento democrático: Guatemala, Colombia (que ya empezó) y… Chile.
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