Columna de Ascanio Cavallo: Foul letters

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El Presidente junto a la canciller Antonia Urrejola.


Ya está: el gobierno ha terminado buscando refugio en la Constitución que tanto ha denostado. Es lo que quiere decir, en la interpretación más gentil, la petición de la ministra Camila Vallejo para que el Congreso “respete” al Presidente en sus facultades privativas. Habría sido lógico que, para que la ministra tuviese que incurrir en esta aporía, el gobierno enfrentase una contienda relativa al sistema político, o quizás de seguridad, o de fuerzas armadas.

Pero no. La autoridad presidencial está desafiada en un campo donde no lo había estado por más de cien años: las relaciones exteriores. Y ni siquiera en algo tan delicado como las fronteras o los pactos de defensa, sino en uno más reducido, el de los tratados de libre comercio. Además, se llega a esto no por una confrontación entre la oposición y el oficialismo, sino por una que divide también al oficialismo por dentro. Fue la recién asumida ministra del Interior, Carolina Tohá, quien primero lo reinstaló en la agenda pública, en una de sus primeras intervenciones posteriores al plebiscito de septiembre.

Y, tal como se había advertido -más que anunciado-, el Senado completó la aprobación del TPP11 (CPTPP) y quedó a la espera de que el Presidente lo promulgue, dado que su certificación democrática está terminada. No es una espera como otras. Calcula evidentemente mal la canciller cuando cita casos anteriores de promulgaciones demoradas, igual que calcula mal el subsecretario cuando dice que “puede esperar”. Ninguna de estas cosas es pertinente, porque el gobierno se ha puesto en una posición inédita, que nada tiene que ver con los tratados. Se trata de un problema político y esas declaraciones son señas de no entenderlo. Tal como el gobierno no termina de entender el significado del plebiscito.

El Senado se siente ante el peligro de una burla. A estas alturas, da igual que sea una buena idea revisar los mecanismos de solución de controversias de los tratados: las side letters se han convertido en una artimaña y el más mínimo detalle podría transformarlas en otro campo de batalla en cualquier momento. La primera víctima de este ambiente ha de ser, inevitablemente, la ministra, también nueva, Ana Lya Uriarte, quizás la única que pueda sentir en carne propia el problema de un Senado exasperado.

El gobierno necesita al Congreso, no para aprobar tratados, sino para trabajar en los más de tres años que le quedan. La amenaza de parálisis y sabotaje es más seria de lo que el gobierno parece percibir, incluso aunque cuente para otras cosas con los votos de sus socios que ahora estuvieron por el TPP11.

Es igualmente negativo que un gobierno sea objeto de un chantaje del Congreso. Pero esto no ocurre cuando el Ejecutivo dispone de funcionarios calificados, con experiencia y con base práctica, capaces de persuadir con una racionalidad que se ajusta a la complejidad de la realidad. El Congreso ha descartado que eso exista; y tiene una visión crecientemente crítica de toda la conducción de la política exterior, no sólo de la estrategia de las side letters. Esto no se debe al TPP11, y ni siquiera a la Cancillería, pero es obvio que este capítulo no está ayudando en nada.

El caso ha llevado a algunos a preguntarse por la actitud del gobierno frente al conjunto de los tratados de libre comercio. No es una pregunta que deba ir muy lejos: es obvio que el núcleo de Apruebo Dignidad preferiría derribarlos y habría utilizado una nueva Constitución para ello. Para ese sector, el libre comercio es otro rasgo de ese monstruo informe al que llama “neoliberalismo” y forma parte del legado de gobiernos anteriores que preferiría arrasar.

La propia estrategia de las side letters es una expresión velada de ello. De lo que se trata, han dicho sus defensores, es de desatar las manos del Estado, devolverle soberanía y permitirle adoptar políticas, aunque perturben a algunos inversionistas; nunca se han referido a la protección de los inversionistas chilenos en el exterior, reciprocidad que es condición en estos tratados. Ni aquellos inversionistas, los externos, ni estos, los internos, son del gusto de la coalición. Y, rasguñando apenas la superficie, rápidamente se encuentra que tampoco lo son los exportadores. Ni el Asia Pacífico, ni la globalización.

El programa de gobierno era esencialmente anticapitalista, nada para extrañarse. Compartía en esto los rasgos del proyecto chavista, apenas atenuados: desarmar el tinglado comercial que consideraba dominado por “el imperio” y las transnacionales y fundar sobre sus ruinas el “socialismo del siglo XXI”. El caso es que el programa, como el gobierno, fueron derrotados en septiembre, porque eso, todo eso, también estaba en el fondo del proyecto constitucional.

El gobierno tendrá que encontrar la forma de no parecer derrotado, pero también de evitar que el Congreso se le vuelva hostil. El proceso constitucional, la reforma tributaria, la reforma de pensiones, el fondo de salud, los fondos de estabilización energéticos, la condonación de deudas estudiantiles, todas esas cosas necesitan un camino lo más despejado posible, no sólo de obstáculos, sino también de sospechas. El TPP11 está a punto de transformarse en un problema de fe pública.

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