Columna de Ascanio Cavallo: Historias de siameses

Presidente electo Gabriel Boric en la Convención Constitucional
El Presidente Boric cuando visitó la Convención en diciembre de 2021.


En la encuesta más reciente del CEP hay una cosa llamativa, no por novedosa, sino por extravagante: dentro del alicaído cuadro de la confianza en las instituciones (sólo las universidades superan el 50%), en el último cuarto, figuran con idénticos 22 puntos el Presidente y la Convención Constitucional. Las únicas otras instituciones empatadas en puntaje son la dupla tribunales-ministerio público y las dos cámaras del Congreso, lo que parece lógico. Pero ¿idénticos el Presidente y la Convención? ¿Tiene esto sentido político?

El Presidente Boric es el segundo, después de Piñera, cuya aprobación cae por debajo de su desaprobación en menos de seis meses; en verdad, sólo agudiza una tendencia que se había iniciado con el segundo mandato de Michelle Bachelet y que ha de tener cierta correlación con otro fenómeno más perturbador: el acelerado aumento de la desconfianza interpersonal (90% en la misma encuesta), una sociedad en la que todo el prójimo se ha vuelto peligroso. Sin embargo, el deterioro de Boric es atribuible, razonablemente, a los errores personales y del gobierno, tal como los aciertos mejoran esa posición (el caso de la cuenta pública, posterior a este estudio); de ninguna manera pertenecen a la Convención, así como los de ésta no pertenecen al gobierno.

Ha sido parte del sentido común afirmar que el destino del gobierno y de la Convención están ligados como los siameses; pero esto es cierto de una manera sólo retórica, incluso ideológica, en ningún caso política. Si se necesitaran pruebas, allí está la general indiferencia que la Convención ha mostrado hacia lo que le conviene o no al gobierno, incluyendo la incuria de la invitación a los expresidentes. En un balance, el gobierno tendría derecho a decir que ha sido más cuidadoso con la Convención que viceversa.

¿Contamina la baja aprobación del Presidente a la de la Convención? No existe evidencia de ello. Las opiniones más negativas sobre la Convención están tan personalizadas, que no se ve la forma en que tal o cual desacierto de La Moneda pudiese afectarla. Salvo, otra vez, de una manera genérica, como las partes de un mismo proceso, “el mismo rebaño”.

Y al revés, ¿contamina la desaprobación de la Convención al Presidente? Tampoco hay demasiada evidencia, pero esto parece más probable, desde que el gobierno ha insistido en respaldar el trabajo en una nueva Constitución. Es verdad que los argumentos se han ido desgranando: desde lo tremebundamente “indispensable para realizar las transformaciones” (Jackson) hasta el más modesto “creo que es un cambio que necesitamos” (Boric). Suenan algo menos enérgicos, algo más cansados, que al comienzo. Pero no han perdido su fidelidad.

La asimetría es otro elemento. La Convención se esfumará en un par de semanas -no todos sus miembros-, pero Boric deberá seguir gobernando por cuatro años más. Por mucha identidad emocional que sientan, sus misiones difieren; el país puede vivir sin una, no puede sin el otro.

El propio Presidente, que con toda razón se niega a anticipar un “plan B”, ya ha admitido que si la propuesta constitucional es rechazada, tendrá que mantener la paz social y proponer un camino que no sea, digamos, la guerra civil.

Y lo que tal vez es más importante: el proyecto de nueva Constitución ya no es, ya no podrá ser, el programa de este gobierno, el de Boric. Por de pronto, en los siguientes cuatro años el gobierno no se tendrá que entender con los 154 convencionales, sino con el Congreso, donde carece de mayoría; si tiene un obstáculo para “realizar las transformaciones” no estará en el texto del 2005, sino en las dos cámaras parlamentarias. La Convención ha querido eliminar una (y además la acaba de mutilar: los senadores elegidos por ocho años en el 2021 deberán cesar en el 2026), pero eso sólo valdría después. Boric gobernará con ambas.

Las copiosas disposiciones transitorias le imponen fechas al gobierno y al parlamento para completar algunas de las transformaciones institucionales que plantea; casi todos esos plazos caen en la segunda mitad del cuatrienio de Boric, de manera que tampoco formarán parte de sus realizaciones, aunque las inicie.

La nueva Constitución está diseñada, desde luego, para ir más allá del gobierno de Boric. Eso es cada vez más obvio. ¿Hacia qué tipo de gobierno? Eso no lo es, como tampoco lo es si los actuales líderes del gobierno, Presidente incluido, volverán a tener algún papel en el futuro.

Quedan las materias simbólicas. Mientras Boric realiza cada vez más gestos de descubrimiento del pasado -remoto o cercano con igual asombroso énfasis-, los convencionales han persistido en sus aspiraciones deconstructivas. El único acto que ha tenido cierto espíritu de convergencia es la reducción del preámbulo a un solo párrafo declarativo, excluyendo las especiosas florituras originales.

Una cosa se puede asegurar: el Presidente Boric imita, conscientemente o no, a otros presidentes que ligaron sus destinos a un texto constitucional. Tendrá que averiguar cómo les fue. La posteridad es una medusa. Pero quizás el estándar para llegar a La Moneda en el futuro sea una nueva Constitución cada vez.