Columna de Ascanio Cavallo: La balada del amigo
El asunto de las parejas, los familiares y los amigos personales siempre ha sido problemático para los gobernantes chilenos. A pesar de que la tradición estoica, asociada al discurso de la austeridad, manda que se ponga una estricta distancia entre el gobernante y esas relaciones demasiado cercanas, casi ninguno ha podido lograrlo; hasta el Presidente Jorge Alessandri, soltero y distante, el que más se acercó a ese ideal, tampoco logró liberarse de su copiosa familia empresarial.
El Presidente Boric se ha enfrentado a problemas de este tipo en una cuantía que no cabía imaginar en una nueva generación, y han sido especialmente recurrentes en un campo donde a menudo los errores suelen ser rápidamente subsanados por los profesionales: las relaciones exteriores. Esta vez esa acción correctiva ha quedado bloqueada por el estado de anarquización a la que se ha visto arrastrada la política exterior.
Cuando se designa a un embajador, normalmente se le dan algunas instrucciones de Perogrullo -no intervenir en la política de los países anfitriones, no opinar de política local desde las destinaciones, no inmiscuirse en el régimen de gobierno- y otras que tienen que ver con las órdenes específicas del Presidente. No se sabe qué instrucciones recibió Javier Velasco, amigo cercano del Presidente, según su propia descripción, que sin más calificación que esa fue designado embajador en España, una de las dos legaciones no limítrofes más importantes de la diplomacia chilena.
No se sabe, pero no es preciso ser adivino para suponer que uno de los encargos principales sería estrechar lazos con Podemos, partido hermano del Frente Amplio y vagón de cola en el gobierno dirigido por el PSOE, exactamente lo contrario de lo que ocurre en Chile. Esa es una misión política sesgada, acaso inconveniente, pero no inusitada.
Sólo que esta semana, el embajador Velasco rompió la norma de Perogrullo y habló extensamente acerca de Chile en un foro donde fue presentado -cómo no- por el líder de Podemos, Pablo Iglesias. Dos cosas interesan especialmente de su intervención.
La primera es su descripción de las causas del “estallido social”, que atribuyó a “los 30 años de políticas que profundizaron la desigualdad”. El eslogan de los “30 años” fue desarrollado en la furia de las movilizaciones del 2019 por el PC, que buscaba alinearse con la ultraizquierda ofreciendo un sustento doctrinario a la violencia callejera que lo desligara también de su presencia, por ejemplo, en la Nueva Mayoría. Es, por tanto, una verdad ficticia, literaria e instrumental. No la confirma el índice de Gini, que se redujo en forma sustantiva en esos años, ni el ingreso per cápita, que subió de 10 mil a 24 mil dólares en el mismo período, y podría haber llegado a triplicarse sin las disrupciones del fin de la década.
Para sostener los “30 años” se requiere aceptar la versión estándar de los sucesos de octubre del 2019, esto es, que se trató de una respuesta a problemas sociales acumulados y masivos. Esto no está demostrado en forma fehaciente y factual; por ahora no es más que un supuesto tan válido como su contrario, que es la tesis de la conspiración. Tampoco funda un discurso serio, sino una cierta caricatura de trazos muy gruesos. Velasco entregó una versión caricaturesca del proceso de recuperación de la democracia en Chile, más propia de la campaña presidencial de primera vuelta -que fue derrotada- que de lo que está ocurriendo hoy con su propio gobierno.
En las mismas horas, el Presidente Boric decía en Nueva York algo distinto: que valora a los gobiernos que lo antecedieron en los pasados 30 años -los que “redujeron notablemente la pobreza”. No es exactamente lo contrario de lo que dijo Velasco, pero plantea un desajuste de posiciones. El Presidente evita agredir a una parte de su coalición -el Socialismo Democrático-, mientras que el embajador no se da por enterado de ese cambio. Uno de los dos está equivocado; o uno de los dos está simulando.
La segunda cosa llamativa de las palabras de Velasco es su interpretación del plebiscito del 4 de septiembre, cuyo resultado atribuyó a las fake news, nuevamente el discurso estándar de la izquierda sorprendida. En Nueva York, Boric ensayó una cierta lírica (“nunca un gobierno puede sentirse derrotado cuando un pueblo se pronuncia”) y una interpretación moderada (una ciudadanía que busca “un futuro de cambio con estabilidad”); para el embajador, el texto constitucional era “inmensamente progresista”, mientas que el Presidente más bien describe sus excesos. Nuevamente, no coinciden con exactitud.
Quizás no haya que exagerar diferencias de este tipo entre un Presidente y un funcionario. Pero ocurre que, en conjunto y a pesar de su notoria discrepancia, ambos dejan abierta la duda principal: si el gobierno no entendió el plebiscito como una derrota, ¿qué es exactamente lo que define el “futuro de cambio con estabilidad”? Los discursos del embajador y el Presidente sí coinciden en interpretar la contundencia del resultado de una forma muy limitada: uno, culpando a la campaña adversaria; el otro, decidiendo que nada dijo sobre el gobierno. Fue apenas algo así como una escaramuza más.
(Nota aparte merece el homenaje de Boric al Presidente Salvador Allende. En el enorme fresco que constituye la tragedia de Allende, ocupa un trozo muy importante la pugna irresoluta entre el radicalismo de izquierda que se infatuaba con la imagen de un nuevo Vietnam y una izquierda moderada que quería avanzar más lentamente. En aquel caso el radicalismo estuvo en el PS y la moderación, en el PC. Hoy es al revés. No hay nada en sus palabras que lo sugiera, pero esa referencia ¿incluye una intuición de que el gobierno se encamina hacia una pugna del mismo tipo?).
La cuestión de la comprensión cabal del plebiscito es decisiva para lo que venga. De eso depende que el gobierno contribuya a alentar el ultrismo de la ingobernabilidad -aun sin desearlo- o de poner fin a esa fase y abrir otra senda para los próximos 42 meses.
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