Columna de Ascanio Cavallo: La bruma del tiempo
A comienzos de la década del 2010, en los años en que el presidente Boric todavía era estudiante, circuló entre algunos profesores de Derecho una cierta reivindicación del pensamiento del alemán Carl Schmitt. Un pensamiento que se creía superado por muchos filósofos del Derecho posteriores, pero que de pronto parecía adquirir nueva vigencia tras la megacrisis financiera del 2008. En Chile, esa crisis fue eficazmente atenuada por el primer gobierno de Michelle Bachelet y por eso quizás algunos de los promotores del renacimiento de Schmitt no lo ligaban a ella. Pero el aire mundial estaba impregnado de rechazo al liberalismo financiero y a las democracias liberales incapaces de castigarlo.
Quizás Schmitt tenga mucho que ofrecer a la reflexión sobre el Derecho, pero se le menosprecia si se cree que el pensamiento de un hombre inteligente puede ser recogido sólo por pedazos, los trozos que convienen, como si no fuese un sistema donde una cosa lleva a la otra y el todo es coherente, estructurado, integral. Hay una alegre fruslería en cortarlo en filetes de ideas.
Schmitt escribió principalmente en los años 1920, en una Alemania que, además de ser derrotada y devastada en la Primera Guerra Mundial, vivía en una ruina sin fondo, cargada con las compensaciones que le había impuesto el Tratado de Versalles. Como la historia también es integral, la guerra cimentaba el inicio de la modernidad, con su aspecto gaseoso, descomprometido, despolitizado, demasiado artístico y un tanto frívolo.
En ese ambiente de fracaso y disolución social floreció el Kulturpessimismus, el “pesimismo de la cultura”, una formulación intelectual para el hondo sentimiento alemán de decadencia e injusticia del mundo. Oswald Spengler escribió la piedra angular de ese estado anímico, La decadencia de Occidente, que se convirtió en la guía para explicar que las democracias liberales serían inevitablemente seguidas por períodos tiránicos, como el costo necesario para cerrar su ciclo que histórico, sangre lava la sangre.
De entre todos los intelectuales que siguieron esa línea, Carl Schmitt fue el más claro en proponer una salida para el problema de organizar la vida en comunidad en condiciones de extrema debilidad institucional: la política debía definirse, escribió, no a partir de la moral, ni de la religión, ni de las clases sociales, sino a través de la identificación de un “enemigo”. La cuestión central del poder caía en una lógica totalmente distinta de la conocida: lo primero era identificar con una causa e identificarse con ella hasta la máxima intensidad; luego, identificar a un “enemigo”, que se distinguiría con relativa facilidad: serían aquellos que exhibieran la máxima diferencia, la más absoluta distancia con uno, una “sustancia” distinta de la nuestra, incluyendo a los escépticos y los desapasionados. Sería una distinción entre “ellos” y “nosotros”. La cuestión de la “sustancia” fue uno de los aspectos problemáticos en los años que siguieron.
Hasta aquí lo que interesa de su pensamiento. En cuanto a su actuar, no fue incoherente. Schmitt se integró al Partido Nacionalsocialista y fue una inspiración constante para Adolf Hitler, que adoptó sus ideas sobre el “enemigo en sustancia” con el entusiasmo que es bien conocido. Sus demonios más grandes fueron la democracia liberal, con toda su ristra de libertades públicas, y los poderes económicos, a los que puso forzadamente al servicio de una “Alemania por sobre todos”. Otros juristas agregaron nociones coherentes, como la del “Estado absoluto”, una representación del Pueblo (Volk) encarnada en un líder también absoluto. Nadie ha olvidado al Führer y a sus camaradas de confianza -Göring, Goebbels, Himmler, Heydrich, Schacht-, pero muchos parecen querer esconder en la bruma del tiempo a sus intelectuales, Spengler, Ernst Jünger, Edgar Jung y, por supuesto, Carl Schmitt.
Estas ideas costaron las vidas de por lo menos 50 millones de personas y arrastraron al mundo a la guerra más cruel de la historia. Ningún intelectual puede sentirse libre de esa responsabilidad y ningún profesor que las mencione -por omisión o por ignorancia, a menudo más lo segundo que lo primero- puede referirlas sin ese contexto de horror y devastación.
Pero no fueron pocos los que así lo hicieron. La noción del “enemigo” como base de la política vino a servir a la izquierda post soviética, una neoizquierda que necesitaba una nueva narrativa en contra del liberalismo, al que, como expresión refleja de su propio reposicionamiento, pasó a llamar neoliberalismo. Los jóvenes de hoy creen que todo rechazo al Estado es neoliberal.
La consecuencia inmediata es que si el liberalismo estaba demasiado asociado a la democracia representativa, correspondía atacar a ese tipo de democracia. Si la representación se llevaba en un Congreso, entonces debía reestructurarse la idea misma de congreso (por ejemplo, en las asambleas nacionales). Y si estaba asociado a libertades cívicas, como las de expresión y de prensa, también ellas merecían ser reformuladas conforme al principio del “enemigo”. Estas son las ideas que ordenaron y arreglaron Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y otras figuras del neopopulismo latinoamericano, que toman casi tanto de la izquierda radical de los 70 como de la derecha extrema de los 30. La bruma del tiempo difumina las fronteras.
Lo que mejor los hermana es su rechazo a ese tipo de democracia “blanda”, la liberal, que no quiere politizar la vida entera, que desmoviliza, que tiende a ser conformista, que carece de pasión y de fiereza política y que nunca, nunca resuelve los problemas de todos. El profesor Michael Walzer advirtió hace unos años que el activismo político siempre avanza en una dirección contradictoria con las ideas de civismo y tolerancia.
¿Cómo se convierten esas tesis en una política de gobierno? La experiencia reciente muestra que la izquierda neopopulista tiene una capacidad adaptativa que no tenía la tradicional, acaso porque cuenta con un dispositivo cognoscitivo esencialmente voluble. En Venezuela, por ejemplo, se gobierna en contra del “enemigo en sustancia”; en Argentina, en cambio, es preferible gobernar para los “amigos”, que son demasiado cambiantes; España vive una experiencia donde prevalece la incerteza, porque no ha sido resuelto el problema previo de la hegemonía política.
Lo cierto es que las ideas de Schmitt y sus contemporáneos deberían calificar en la categoría de “pensamiento abominable” que la humanidad le asignó al conjunto de la ideología nazi. La bruma del tiempo hace creer a veces que los fanatismos que acompañaron a la Segunda Guerra Mundial existieron sólo en el campo militar y se expresaron sólo en sus payasadas desactualizadas. En esa bruma tiende a borrarse el recuerdo de que hubo un pensamiento detrás de ellas, y profesores e intelectuales que lo difundieron. Y otros que lo resucitaron.
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