Columna de Ascanio Cavallo: La elección de un nuevo mundo
El mundo era uno hasta el lunes 4. Desde el miércoles 6 ha empezado a ser otro. Esto puede parecer exagerado sólo para quienes insisten en ignorar que las elecciones de Estados Unidos son las más importantes del planeta, porque tienen la capacidad única de modificar su configuración. Esto tampoco quiere decir que cambia todo: ese poder sí que no lo tiene nadie.
El triunfo de Donald Trump no fue sólo indiscutible, sino más extenso que lo que todos vaticinaban, incluso sus partidarios: ganó por más de lo que se esperaba en votos electorales, ganó en votos populares, ganó en el Senado y ganó en la Cámara de Representantes. La magnitud de esta victoria replantea el problema de hasta dónde los ciudadanos del mundo comprenden al electorado estadounidense.
Por ejemplo, lo que el mundo considera un ejemplo de tenacidad y valentía, el Presidente Joe Biden, para los votantes estadounidenses no ha sido más que un hombre tozudo y poco competente, al que se le debe la experiencia de la inflación, que muchos no habían vivido nunca. Según The Economist, hasta el asediado Presidente ucraniano Volodímir Zelensky tendría ahora más esperanzas de claridad con Trump que con el vacilante Biden. Es bastante posible que Biden pase a la historia corta como un fiasco, como lo fue a fines de los 70 Jimmy Carter.
La encrucijada más imperiosa es la de Ucrania, cuya capacidad de resistencia se ha venido debilitando en los últimos meses, después de la inesperada ofensiva de los ucranianos sobre Kursk, en territorio ruso. Putin ha hecho pesar la inmensa superioridad de recursos de Rusia y, aunque una mayoría de analistas concuerda en que tampoco son inagotables, soportarían el tiempo suficiente como para abatir la lucha ucraniana. La visión de la política exterior de Trump tiene ese estúpido rasgo transaccional que puede conducir a una negociación intolerable para Zelensky, humillante para Europa o de bobo apaciguamiento para Putin. Por ejemplo, la entrega de las regiones de Lugansk y Donetsk, a las que Putin ya proclamó como repúblicas independientes. La pregunta es si esas regiones no serán los nuevos Sudeten, los primeros territorios que Hitler reclamó para iniciar su proyecto expansionista en Europa. Zelensky ha estado tratando de convencer a los dirigentes occidentales que la guerra ya se ha globalizado, como lo demuestra la entrada de tropas de Corea del Norte para ayudar a Rusia en la región de Kursk. Sin el compromiso de Estados Unidos, Zelensky no podrá resistir mucho más.
En el orden de prioridades de Trump, el segundo gran problema parece ser China, la reanudación de la guerra comercial que inició con Beijing en su primer gobierno. Pero algunas cosas han cambiado: Xi Jingping aseguró su poder por más tiempo, la represión interna parece haber aumentado y China ha elevado su amenaza sobre Taiwán. Trump no se puede arriesgar a cometer errores en esto, y todo lo que ha dicho hace pensar que los cometería.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, celebró la victoria del hombre al que considera un aliado más decidido, pero también él se puede equivocar. Es por esto que este mundo es más peligroso que el del lunes: porque Trump es impredecible y, con su mentalidad de concurso televisivo, disfruta de parecerlo. A Trump le gusta alardear con un nuevo aislacionismo, pero hoy eso parece sólo otra de sus boutades.
Es difícil dudar de que Trump y su gobierno pondrán toda su fuerza en fortalecer la economía estadounidense. La mejoría general del último año, que indujo al Partido Demócrata a creer que eso bastaría para sanar los años anteriores y dar el triunfo a Kamala Harris, es una base ya regalada. Trump se propone ampliarla en el mínimo de tiempo, mediante medidas proteccionistas y arancelarias. Pero es justo decir que esto no lo ha iniciado él, sino algunos países europeos y asiáticos. Está en curso una especie de transición hacia un modelo global neomercantilista que podría afectar con dureza a las economías exportadoras, en parte también debido al descuido de las instituciones multilaterales que las han defendido, como la Organización Mundial de Comercio.
El problema migratorio tiene para Estados Unidos un solo interlocutor relevante: México; y es llamativo que la Presidenta Claudia Sheinbaum se haya apresurado a reclamar que sus políticas y sus éxitos sean escuchados en Washington antes de que ese gobierno tome nuevas decisiones. Puede que México desee otra cosa, pero el hecho es que para Estados Unidos es el único foco de la inmigración ilegal; junto con la droga, el tráfico de inmigrantes es uno de los más grandes negocios de esas fronteras.
Los presidentes de Estados Unidos se diferencian de todos por su conciencia de la historia humana. Roosevelt soportó a un Congreso aislacionista sabiendo que, una vez que el viento interno cambiara, Estados Unidos terminaría por derrotar a los imperios nazi y japonés. Los que se equivocaron -Lyndon Johnson, Richard Nixon, George W. Bush- son recordados por sus decisiones trágicas, que no es el caso de líderes tan disímiles como Reagan, Clinton u Obama. Trump no parece participar de esa conciencia, aunque es un misterio si la edad y la victoria habrán producido en él alguna forma de madurez tardía.
El mundo actual está más peligroso, pero ya muy lejos de las barbaridades aceptadas en los años 60 y 70, esas guerras que desbordaron la imaginación sobre el mal, desde Nigeria hasta Vietnam, desde Kampuchea hasta Nicaragua. La guerra siempre es un vivero de crímenes, pero hoy existe una justicia internacional que al menos designa los delitos. El rango de lo aceptable está más reducido que antes.
El viento ha cambiado. Quizás la primera nueva tarea es tratar de comprender por qué los estadounidenses tomaron la decisión del martes. Sin eso, se entenderá poco.
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