Columna de Ascanio Cavallo: La fusión genética
¿Cuál es el rasgo característico del gobierno de Boric? Todavía no se sabe. Está en el proceso de tránsito de la modelación a la individuación. Esto, para los que suponen que hay algo así como una disciplina llamada “diseño de gobiernos”, donde prevalecen los instrumentos de planificación y modelación en vez de la turbamulta política que hierve en los comandos de campaña. Lo que suele aparecer enseguida es esa complicada amalgama de atribuciones, proyectos, manías y personalidades que dan la verdadera forma al gobierno.
El Presidente ensayó una nueva definición institucional al decir que el Ministerio del Interior es un primus inter pares. Eso no está ni en la Constitución, ni en la definición del cargo, ni en ningún documento oficial. Es una idea. Y es razonable decir que no es la mejor idea en el momento en que la titular del cargo está tratando de zafar de un par de traspiés bastante serios. Fuera de convertirla en un blanco de todas las oposiciones, es como decirle a un accidentado que es el líder del maratón. Puede pasar como expresión de deseos, no como afirmación política.
El Presidente agregó algo más: que el del Interior sea el ministerio que lleve la relación con los demás ministerios. Esto tampoco está en el cargo y es improbable que acomode a los otros miembros del equipo político. Menos a los del equipo económico. En la estructura chilena, el ministro de Hacienda es el líder de este último (no fue siempre así: hasta los 70 era Economía), pero el confuso episodio de los dos proyectos de retiros previsionales ha puesto un signo de interrogación. Quien tuvo protagonismo en ese momento no fue la ministra del Interior, sino el ministro de la Segpres, cosa lógica tratándose de una tramitación en el Parlamento. Y quien ha tenido que esclarecer algunas de estas confusiones es la ministra secretaria general de gobierno.
La viejísima doctrina agustiniana dice que una interpretación sólo tiene validez si un punto de lo analizado es confirmado por otro punto del mismo cuerpo. Tal como ha ido el primer mes de gobierno, cabe descartar esas interpretaciones rocambolescas según las cuales, por ejemplo, el mismo episodio de los retiros no fue sino una operación destinada a que fracasaran ambos. Ni la inteligencia del maestro de la conspiración, Fouché, habría dado para tanto. Lo que más bien parece, si se suma ese punto al de Temucuicui, a las salidas del Presidente -dos veces agredido, verbal y físicamente- y a las declaraciones de algunos ministros, sugieren que no hay tal genio oculto ni problemas de diseño, sino de conducción. Los ministros que no son del equipo político parecen tener instrucciones muy generalistas, que les permiten actuar con diferentes criterios, bajo el supuesto -pero no la certeza- de que interpretan la dirección del gobierno. Quizás lo hagan.
La divergencia de estilos en el gabinete excede las meras diferencias de personalidades. En realidad, las acciones de muchos ministros parecen más cerca de lo que se discute en la Convención Constitucional que del programa de un gobierno que se estableció en otra esfera, para otros fines y con otros plazos. Lo que conduce al segundo problema: la dependencia entre el gobierno y el resultado de la Convención. Hasta hace un tiempo, se pensaba que “resultado” significaba el producto que elaboraba la Convención, pero en realidad, ahora, es el resultado del plebiscito para aprobarla. El gobierno no se muestra preocupado ni por la calidad del texto ni por su coherencia democrática, sino por el triunfo del “Apruebo” en el plebiscito. La razón hacía pensar que el gobierno querría un proyecto para garantizar la estabilidad política por varios años, para tener cubierto ese flanco en el proceso de cambios. No es así.
La idea perfectamente razonable de que el gobierno “no puede ser neutral” se confunde con la idea totalmente irrazonable de no ser neutral cualquiera sea el caso, cualquiera sea el producto intelectual del proceso.
Es verdad que el gobierno nació con el propósito de rehacer la Constitución (tal como nació la Concertación en los 80) y que en el seno de la Convención están algunos de los mentores intelectuales del equipo político, respetable, pero poca cosa ante la responsabilidad de gobernar. Y es verdad que las descripciones del Presidente -como la de “los cuatro generales”- son como un anuncio de que el gobierno casi no aceptaría gobernar con la Constitución vigente. Como cuando Chávez juró sobre una Constitución a la que llamó “moribunda”. Listo. Se acabó.
El caso es que, a menos que alguien esté cocinando algo en un subterráneo, el gobierno ha tenido escasa o ninguna incidencia en el debate y, en el mejor de los casos, esperaría tenerla en la comisión de armonización y en los artículos transitorios. Sólo insinuar esto ya significa un juicio dramático sobre el proceso. Los artículos transitorios no son un parche constitucional, sino un método de transición, y ningún gobierno democrático debería aspirar a gobernar, como lo hizo Pinochet, sólo con artículos transitorios.
El compromiso del gobierno con el proceso pudo ser distinto; no fue elegido sólo para ese fin. Pudo, hasta cierto punto, desamarrarse. Pero, al negarse a darle más tiempo y fijar hasta la fecha del plebiscito (cuando los propios convencionales clamaban por la estrechez extrema del plazo), terminó por sellar esa unidad genética.
¿Por qué lo hizo? Es posible que haya querido aprovechar el impulso de su triunfo electoral; la debilidad y la desunión de la oposición política; la profundización de la brecha generacional; o cualquiera de esas cosas que los vencedores suelen imaginar cuando van hacia arriba. Pero esos, todos esos, serían cálculos adecuados en condiciones de mediana normalidad.
Y el país no está en una situación normal. Enfrenta un galopante aumento de los precios de los alimentos, la cara más ruda de la inflación; presencia un incremento de la delincuencia y una crisis cada vez más aguda del orden público en la Macrozona Sur; observa la lenta, paulatina pero inequívoca detención de la inversión, el empleo, el crédito y el consumo, y no se ha reducido la polarización ciudadana, el estado de crispación que hace pedazos la confianza interpersonal, sólo por mencionar cuatro de las variables que machacan la evaluación de los gobiernos.
Ha dejado de ser inverosímil la paradoja de que el gobierno pueda ser un lastre para la Convención, y no sólo al revés.
¿Problemas del diseño del gobierno? Improbable. ¿Predominio de la inexperiencia? Poco probable. ¿Misterios del cambio de ciclo? Posible. ¿Efectos de subordinar la estrategia a la táctica? Más probable.
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