Columna de Ascanio Cavallo: La leyenda y el enigma
El miércoles por la tarde comenzó a escribirse la leyenda, que suele ser, como saben los dramaturgos mejor que los historiadores, la reescritura de la historia. Inesperadamente -para algunos-, el pueblo de Santiago se fue volcando a las calles para despedir a Sebastián Piñera, a quien algunos denominan el presidente más controvertido del Chile moderno.
Esto es opinable, por supuesto. Lo que sí es cierto es que a Piñera le tocó vivir una época en que las pasiones se han desregulado, una época en que toda templanza parece renuncia y toda prudencia suena a traición, en que los eslóganes compiten por la desmesura y las redes digitales los escupen como cólicos biliosos. Una época de hibris.
Según el doctor Jaime Mañalich, el Presidente Piñera nunca logró tener una explicación satisfactoria para la violencia que se desplegó en octubre del 2019, antes de que su segundo gobierno cumpliera dos años. Se le ofrecieron muchas tesis, desde la sociología hasta el zodíaco, pero ninguna terminaba de calzar con lo que para él era el enigma esencial: la violencia.
La violencia siempre es un misterio, que no acaban de comprender ni sus víctimas ni sus ejecutores. Mientras sucede, carece de motivos, cálculo y límites; todo eso se lo agregan después quienes compiten por administrarla. Piñera necesitaba, por el contrario, un cuadro racional. Se repetía: la economía daba signos de recuperación, en las Fiestas Patrias se había registrado un récord de consumo y el cibermonday había sido el más dispendioso hasta entonces. La izquierda estaba deprimida por su derrota del año anterior y la ultraizquierda, ¿podía haber crecido tanto? No, no había explicaciones satisfactorias. Todavía no las hay. Sólo metáforas, especulaciones que seducen, principalmente, no a los historiadores, sino a las mentalidades religiosas.
En los días posteriores se vio a vecinos ayudando a reparar estaciones del Metro en cuya destrucción posiblemente habían colaborado el 18 de octubre. Así es la ira: una vez pasada, el impulso más humano es dejarla atrás, arreglar el daño y hasta avergonzarse, si es posible. Nunca sabremos cuántas de las personas que desfilaron en estos días frente al ataúd presidencial estuvieron en las calles incendiadas del 2019. Es un hecho que esta cadena interminable no la formaron sólo partidarios o votantes. Quienes hablaban ya no se referían al 2019, sino a la pandemia, al matrimonio igualitario o a la PGU, marcando otro paso para una memoria atenuada del hombre cuyo deseo más ferviente siempre fue el de ser Presidente de Chile.
El Presidente Boric dijo que “fue un demócrata desde la primera hora”, lo que suele suscitar el recuerdo de que votó por el “No” en el plebiscito de 1988. Pero eso no era tan difícil como se dice ahora.
Piñera corrió riesgos peores, porque fue un desafío a la continuidad del pinochetismo, y si el general se mostró tan hostil con la candidatura de su exministro Hernán Büchi, fue en parte porque su jefe de campaña era Piñera. La oscura alianza cívico-militar que lo grabó en 1992, que secuestró a su hijo por unas horas y que lo amenazó por semanas, pudo ir mucho más lejos en una época ambigua en la que todo era posible, incluso lo indecible.
No pocos le dijeron en aquellos días que mejor dejara la política, que para qué. El tipo de retos para los que parecía haber nacido.
No hay que equivocarse: no es su muerte trágica, absurda, extraña, la que ha removido los escombros de octubre del 2019. En las encuestas más recientes Piñera venía ascendiendo como una de las figuras más calificadas de la política local, por muchas razones diferentes, entre las cuales contará el hecho de que los juicios estuvieron demasiado nublados por la violencia de hace cuatro años y porque ya nadie puede dar por seguro que no pudo tocarle a otro.
La frase de Boric no será tan memorable por ser cierta como porque sintonizó con el sentimiento expresado luego en el centro de Santiago y porque fijó el tono de estatalidad para su coalición. Tiene suerte de que no lo desoigan como lo hizo tantas veces la derecha con el presidente muerto y que ahora, huérfana, llora como lo han hecho los extraños chilenos pasando ante el féretro del más zamarreado de sus gobernantes.
Entretanto, desde el raro destino que le deparó el lago Ranco, la historia de Chile se escora hacia la leyenda. Esto será infumable entre algunos sectores. Para los que se unen tan fácilmente en esta causa como en otras -el fascismo y el ultrismo, la hibris desatada-, la leyenda será una injusticia más. Lo que se vio en las calles sugiere otra cosa.
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