Columna de Ascanio Cavallo: La locura
¿Qué pasó el fin de semana anterior, para que la oposición pidiera al Presidente Boric que suspendiera un viaje, que este pidiera a la ministra Tohá que suspendiera sus vacaciones y que esta pidiera al subsecretario Monsalve que se desplegara con urgencia? Hubo 18 muertos por actos de violencia en pocas horas, lo que más tarde el senador Insulza describió como “una locura”. Por supuesto que lo es, para los estándares locales. Pero la presión sobre las autoridades máximas no es una rareza, sino un síntoma: el crimen está llegando directamente a La Moneda. Está tocando a la puerta.
A esto se refieren, posiblemente, los que dicen que la situación “se está saliendo de control” o que “se está normalizando”. Es una manera de describir varios fenómenos simultáneos: la exposición cada vez más abierta de las bandas de crimen organizado, la competencia violenta por el control territorial y la ausencia de las instituciones del Estado encargadas de evitar o reprimir que todo eso ocurra. Por eso, el gobierno empieza a pagar un alto costo político directo.
La policía, ausente. De las calles, hace ya demasiado tiempo. También de las tribunas donde las autoridades comparecen a dar explicaciones o a anunciar medidas. De estos dos efectos es directamente responsable el oficialismo, que se ha gastado casi toda la gestión del actual gobierno en un largo esfuerzo para derribar al jefe de Carabineros, el general Ricardo Yáñez. Mantener a la principal policía en ese estado es como poner una banderilla para avisar a los delincuentes que el camino está despejado.
Por si cupiera aún alguna duda, basta mirar los fondos asignados al “Proyecto ECOH” (fuerza de reacción temprana a homicidios por crimen organizado): según un informe de Libertad y Desarrollo de esta semana, la parte de esos fondos que corresponde a Carabineros y la PDI simplemente no ha sido entregada.
A estas alturas, ya no hay quien dude de que existe una vinculación estrecha entre crimen organizado e inmigración. Fuera de los rasgos visibles -muertos, detenidos, fugitivos, estilos-, está la huella general de una mutación en los rasgos del delito. La policía suele decir que los delincuentes chilenos tradicionales son esencialmente ladrones. En los notorios sucesos recientes los protagonistas son asesinos. Según el informe de la Fiscalía Nacional entregado en abril, en los primeros tres meses de este año hubo 1.200 víctimas de homicidios consumados y frustrados, el doble de lo que se tuvo en el primer trimestre del 2019.
El crimen organizado procede de una manera muy similar a las empresas: primero, identifica la existencia de un mercado, un ambiente con capacidad de compra; luego, estudia las barreras de entrada: el nivel de competencia interna, la mano de obra, la diversidad de posibilidades, y, al final, lo decisivo, analiza el estado de fortaleza o debilidad institucional. Después del 2019, todo lo que han visto esos “inversionistas” en Chile son instituciones en ruinas: fronteras debilitadas, policías castigadas, cárceles abarrotadas, presos (selectivamente) premiados, barrios desprotegidos. Un ambiente de perfecta lasitud.
Como mostró otro fin de semana sangriento el año pasado (nueve asesinatos en dos masacres, una en Batuco y otra en Quilpué), la imaginación comercial de estos grupos es extraordinaria. A todas las exacciones posibles -vehículos, armas, madera, mujeres y niñas, cobre, drogas, chatarra, salmones, secuestros, alambrado eléctrico, relojes y joyas- ahora se han sumado los “eventos” clandestinos, como el “after” de Lampa o el “baby shower” de Batuco, en los cuales es casi imposible saber lo que sucede, aunque ya es visible que abundan los vehículos robados, las armas automáticas y la droga variada.
Y entonces, ¿está tanto peor el vecindario, como dijo la ministra vocera? Veamos. La política denominada Seguridad humana con la que debutó el Presidente Gustavo Petro en Colombia tuvo un comienzo promisorio en 2022, pero hasta el gobierno ha admitido que ya es un fracaso, lo que quizás signifique que el país deje de exportar bandas. Ecuador libra una dura guerra contra las pandillas del fentanilo y sus expectativas han mejorado desde que Estados Unidos decidió perseguir a algunos de esos grupos más notorios. En Perú hay otra catástrofe de seguridad, con un aumento explosivo de delitos violentos desde el 2023. Argentina es la excepción a medias: el norte del país está asolado por las bandas criminales, pero Buenos Aires y el sur se hallan relativamente libres, como lo ha estado siempre el pacífico Uruguay. ¿Con quién hay que compararse si se trata de encontrar consuelo?
Hay, entonces, también una crisis regional y -no por casualidad- justo en los momentos en que la región pasa por el momento de mayor desinstitucionalización y descoordinación de la historia contemporánea. Que en otros países estén pasando cosas más graves no es una razón para tranquilizarse, sino para inquietarse.
En la perspectiva del largo plazo, quizás esta crisis vaya a ser vista como el momento en que la implosión de una nación, Venezuela, contaminó casi un continente con los restos de su naufragio político.
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