Columna de Ascanio Cavallo: La nube oscura

Gabriel Boric, presidente de la República.
El Presidente Gabriel Boric.


El Presidente Boric hizo dos llamados públicos, con pocas horas de diferencia, durante la semana. El primero fue a “dar por zanjada” la polémica sobre los indultos de fin de año; el segundo fue un emplazamiento a los senadores para que “actúen con responsabilidad” y aprueben el tercer candidato que ha presentado para la Fiscalía Nacional.

La política democrática no funciona así. Los debates no se terminan porque una sola persona, cualquiera sea su rango, simplemente lo dictamina. Terminan cuando lo decide el interés público o las instituciones que lo representan. No hay un ucase que obedecer para cancelar una controversia. Es difícil distinguir si estas reacciones son maneras de liberarse de un par de atolladeros que lo exasperan o si responden a una veta autoritaria en la psicología presidencial.

Esa veta está presente en algunos de los ministros y, más ampliamente, en una cultura generacional que tiene alergia a la crítica y a la contradicción, y que quizás desearía una vida enteramente encapsulada en las redes digitales, con amigos seleccionados y followers del mismo grupo, hablando ese metadialecto que los seduce. (¿No escribió Peter Sloterdijk que “todas las aberraciones morales y políticas empiezan casi siempre con descuidos lingüísticos”?). Pero la política común, la democrática, no es así.

Si el asunto de los indultos ha levantado tanto revuelo es por al menos dos buenos motivos: la chapucería del proceso -nóminas incorrectas, ajustes de último minuto, decretos de pobre redacción, opinión indebida del Presidente, referencias equivocadas a las leyes- en una materia especialmente delicada, sobre todo para los propios beneficiados, y las dudas razonables acerca de la intervención de personas interesadas en los procesos que condujeron a las condenas. El caso de Jorge Mateluna roza las dos dimensiones y es especialmente llamativo, porque batirá el récord de ser la única persona que haya recibido dos veces el beneficio presidencial, y eso sin contar con el intento de la expresidenta Bachelet por dárselo el último día de su segundo mandato, que su propio ministro de Justicia rechazó aquella mañana.

Tal como está en la ley chilena, el indulto fue una imposición de la derecha al expresidente Aylwin, que tenía por fin responsabilizarlo personalmente de la liberación de presos por delitos de conciencia, en los albores de la transición. Incluso así, la UDI se opuso a la ley y Jaime Guzmán iba a fundamentar su rechazo sólo horas después de que lo asesinaran. Con su característico coraje, Aylwin aceptó el desafío. Al final de su cuatrienio ya no había ni un solo preso de conciencia en las prisiones. El detalle importante es que Aylwin nunca argumentó un compromiso, ni en campaña ni después de ella, para hacer esto. Respondía sólo a la convicción personal, que compartía con su ministro de Justicia, Francisco Cumplido, de que era preciso desarmar los espíritus. No se proponía satisfacer a ninguna galería, sabía que no se ganaría ningún aplauso.

En los años siguientes, los sucesivos presidentes dictaron decenas de indultos, siempre con conciencia de que se jugaban una responsabilidad personal. Uno de esos perdones, que el expresidente Frei concedió a una persona acusada de narcotráfico, fue intensamente usado en su contra en una segunda campaña presidencial y es probable que algo haya tenido que ver con su derrota. En todos los casos fueron cursados sin explicaciones públicas y tras una cuidadosa selección de los momentos, para evitar que, por un lado, terminaran denigrando a los beneficiados y, por otro, coparan la agenda de gobierno.

Esta vez, los indultos de fin de año fueron dictados con ostentación y retórica justiciera (“no son delincuentes”) y en el momento exacto para echar a pique el acuerdo sobre seguridad que la ministra Carolina Tohá llevaba avanzado en el Congreso.

La paradoja -¿o el síntoma?- es que el gobierno necesita angustiosamente ese acuerdo, aunque su conciencia sobre esto parecía muy difusa. Al menos hasta el martes, cuando la encuesta del CEP reveló que la delincuencia se ha impuesto con fuerza abrumadora como la primera preocupación de la ciudadanía, con un alza de 10 puntos sólo en lo que va del actual gobierno, que se suman a los 50 que dejó Piñera.

La mayoría de las otras urgencias -incluyendo las llamadas “sociales”- han retrocedido ante el empuje de la percepción de inseguridad. No es el mejor clima para liberar a personas condenadas por actos de violencia ni es el mejor aperitivo para solicitarle a la oposición que colabore. Como sabe cualquier gobierno, en la percepción ciudadana el único responsable de la delincuencia siempre es quien tiene el poder.

La encuesta del CEP contiene otra mala noticia para La Moneda, tal vez peor que la anterior: la nube de pesimismo que denotan las respuestas en casi todos los campos.

Es el retrato de un país ensombrecido, que no confía en sus políticos ni en sus instituciones y que hasta ha perdido interés en el proceso constitucional. Que no tiene a ninguna figura en el cuadrante de los más conocidos y bien valorados. Que espera un 2023 con pesadumbre económica. Que en ocho meses ha perdido la confianza en sus nuevos dirigentes.

Estas condiciones no han nacido de la nada. Muchos factores intervienen en ellas. Pero el mensaje es uno solo: el país está hondamente decepcionado, desconfiado y desesperanzado con el rumbo que lleva.

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