Columna de Ascanio Cavallo: La pandemia del mal
El inmenso poder adquisitivo del crimen organizado hace que ninguna institución pueda sentirse segura: todas son potencialmente corruptibles, incluyendo al gobierno. Por lo tanto, cualquier lucha en serio requiere de contrainteligencia y cooperación interinstitucional. ¿Hay algo de eso en Chile? Muy poco, casi nada.
La mayor amenaza actual contra el Estado de Chile es el crimen organizado. Si se acepta esta descripción, entonces Chile vive un estado de preguerra. Esto suele parecer una exageración hasta que es demasiado tarde. Eso es lo que ocurrió, por ejemplo, en Ecuador, donde el aparato del Estado llegó al borde del colapso antes de iniciar una contraofensiva civil y militar que restauró, al menos temporalmente, el imperio de la ley.
La pregunta es, entonces, si el Estado de Chile está preparado para eso. ¿Lo están su derecho penal, su sistema judicial, su policía, su régimen fronterizo, su aparato carcelario, su sistema de aduanas, su inteligencia, sus Fuerzas Armadas? En casi todos los casos, la respuesta es no. Ni de lejos. Sólo las policías, y en especial la PDI, tienen una idea acerca de la magnitud del adversario. Las demás instituciones siempre dirán que tienen problemas más urgentes.
Y más cercanos. Pero, ¿es esto lejano? Un artículo reciente del especialista canadiense Robert Muggah consigna que las bandas de narcotraficantes “que operan en la Cuenca del Amazonas, brasileñas, colombianas, mexicanas e incluso de los Balcanes, han entrado a nuevos mercados… como Chile y Ecuador, y a nuevos sectores, como la madera y la minería del oro”.
El crimen organizado, a diferencia de la mafia histórica, es versátil, movedizo e imaginativo como cualquier empresa internacional. Cuando sufre mucha presión, cambia de giro o de localización; puede operar con modelos jerárquicos o en redes; compite o se colude con igual facilidad, y ha convertido a las cárceles en centros de operaciones, siguiendo el modelo perfeccionado por los imaginativos criminales brasileños. Su volumen es muy difícil, si no imposible, de cuantificar. La Unión Europea calcula que en su territorio actúan 820 bandas, que emplean a más de 25 mil personas, lo que está muy por debajo del territorio de América Latina. Sólo en México, el crimen organizado es el quinto mayor empleador de la economía, con 185 mil reclutas. Sólo desde Colombia, el narcotráfico exporta unos 18 mil millones de dólares.
Muggah sostiene que la situación del crimen organizado merece que se la considere como una pandemia e identifica tres factores en su expansión desde los últimos años del siglo XX: la globalización, la digitalización y las tensiones geopolíticas. Peor aún, los regímenes repetidamente sometidos a sanciones -Irán, Myanmar, Corea del Norte, Rusia y Venezuela- “están directa e indirectamente coludidos con actores criminales y redes intermediarias, mientras exploran mercados negros para buscar de todo, desde minerales hasta microchips”.
En Chile, además de los sectores conocidos, en el sur han estado migrando desde el robo de madera -que se ha puesto más difícil por la acción combinada de las forestales, la policía y las fiscalías- hacia el robo de salmón. En Santiago están en campos como el inmobiliario, la “venta” de las calles para el comercio irregular y los poco conocidos eventos clandestinos. En el norte administran el tráfico de inmigrantes y el robo de cobre. Y las zonas rurales y urbanas que ya controlan -donde no entra la policía, que el Eestado ha rendido, donde no se puede ni censar- son agujeros negros multidelictuales.
La ola migratoria ha sido un factor relevante en el Cono Sur. En el 2015, la Armada chilena alertó a las autoridades acerca de un flujo anómalo de “turistas” haitianos que ingresaban por mar. En el 2016, cuando se acercaba la eliminación total de las minas terrestres en las fronteras con Perú y Bolivia -una medida exigida por la Convención de Ottawa-, el Ejército advirtió que la limpieza de esas zonas debía ser sustituida por medidas disuasivas para impedir que se produjera un descontrol migratorio. Nadie prestó mucha atención a esas cosas. Hoy, llamar “porosas” a las fronteras del norte es un eufemismo. Eso lo supieron las bandas -grandes buscadoras de oportunidades- antes que todo el país.
El inmenso poder adquisitivo del crimen organizado hace que ninguna institución pueda sentirse segura: todas son potencialmente corruptibles, incluyendo al gobierno. Por lo tanto, cualquier lucha en serio requiere de contrainteligencia y cooperación interinstitucional. ¿Hay algo de eso en Chile? Muy poco, casi nada.
También requiere de cooperación internacional. Pero los delincuentes de este nivel saben que, a diferencia de los años 90, que fueron la época dorada del multilateralismo, la cooperación mundial vive un largo receso, y la de América Latina está en su más bajo nivel, como lo ha mostrado su caleidoscópica respuesta al fraude venezolano.
Para Muggah, es un particular desafío construir confianza “entre la policía, los oficiales de justicia, los grupos de derechos humanos y las instituciones para el desarrollo”, para enfrentar integralmente este reto que es mayor que cada uno de ellos por separado. Eso tampoco está ocurriendo en Chile.
En los años 70, Argentina fue el principal peligro de guerra externa y la amenaza más seria contra la integridad del Estado chileno. Hoy debería ser el principal aliado, no sólo por la extensión de sus fronteras, sino porque juntos constituyen la única región con el potencial de frenar las amenazas delictivas que se originan en el norte del continente, al menos mientras no se desarrolle una cooperación más amplia. Para eso no importan las diferencias ideológicas, políticas e idiosincráticas de sus gobiernos.
La historia juzgará, como siempre.
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