Columna de Ascanio Cavallo: La pinza

Aniversario 3ero 18 Octubre


La escasa magnitud de los hechos de violencia del martes 18, y sobre todo la escuálida respuesta a las convocatorias de movilización, confirman lo que ya era posible deducir de otros hechos: el ciclo de crisis abierto a fines del 2019 terminó. O, si se prefiere, cambió.

Doble fin, si se tiene en cuenta que el propio Presidente Boric lo redefinió negativamente: “No fue una revolución anticapitalista”, dijo. De ese modo, el “octubrismo” pierde su base histórica, si es que alguna vez la tuvo. Pasa a ser una mera expresión de deseos, voluntarismo, fiebre anarquizante, lo que se quiera, pero no una fase en la epopeya del levantamiento popular. En su resolución del fin de semana pasado, el PC fue menos taxativo, pero admitió un cambio en la situación. E insistió -y en esto sí coincide con el Presidente- en que “las condiciones” que originaron el 18-O siguen vigentes.

¿Siguen? No, no siguen: han empeorado. Desde entonces, han pasado tres años y una docena de elecciones, todas con resultados diferentes y hasta contradictorios. El principal producto político del ciclo de crisis, la Convención Constitucional, terminó en un penoso fracaso, nada menos que con la votación más masiva y representativa de toda la serie. La inédita paralización forzada con que fue enfrentada la pandemia del Covid-19 abrió una especie de zanja que -con más eficacia que el acuerdo político- suspendió todo impulso de seguir en las calles y luego dejó una estela de ruina económica, apenas atenuada porque aquel gobierno fue más prudente que los descriteriados que llamaban a cerrarlo todo. Y luego, las elecciones regulares llevaron hasta La Moneda a una coalición que, con sus ampliaciones de segunda vuelta, no alcanza al 30% del electorado (sin contar la abstención), la más débil desde la restauración de la democracia.

Todo esto no se parece a una ruta histórica rectilínea, sino más bien a un zigzagueo caprichoso, una sucesión de bandazos donde ningún partido ni líder político ha conseguido orientarse y tomar decisiones enteramente acertadas, ni tácticas ni estratégicas. Nunca se puede decir que un gobierno sea el resultado de la casualidad, pero este es el que más lo parece.

Si queda alguna herencia palpable del “octubrismo”, es la expansión de la violencia tópica, es decir, de la delincuencia, pegada como un tatuaje a la pérdida de la autoridad disciplinaria del Estado. Una policía sistemáticamente desautorizada significa siempre un fortalecimiento de los grupos que dependen de la tierra de nadie para obtener sus ganancias, incluso de los que dicen tener motivaciones políticas y los que creen en el lumpen como factor de cambio social. El Presidente ha dicho esta semana que la delincuencia es la principal preocupación de los chilenos.

Pero, en realidad, esto es una parte del cuadro. Otra parte la forman las tortuosas decisiones adoptadas por el Congreso y el Ejecutivo en el 2021 y parte de este año, que han producido el más insidioso de los fenómenos económicos: la inflación. Como Chile la había eliminado de su vocabulario en los últimos 30 años, la experiencia inflacionaria -vis a vis, por ejemplo, la argentina- es excoriante y desconcertante; hasta es posible que tenga tanto que ver con los saqueos como la ausencia de la policía.

Así que el gobierno se acerca al fin del año en presencia de una amenaza con forma de pinza: la convergencia entre el descontrol del orden público y el rápido deterioro de las condiciones de la economía.

Los analistas coinciden en que el crecimiento de este año rondará el 2%, mientras que el próximo caerá entre -1% (“suave”) o más de -2% (“duro”). Un retroceso de esa magnitud, sumado a la inflación, generará un aumento significativo de la pobreza, y con toda probabilidad, también del desempleo. Dada la pérdida del ahorro interno, la corrosión de las reglas fiscales y la parálisis de la inversión, lo más probable es que la economía se enfrente a las últimas variables de ajuste, que son el desempleo y la reducción de salarios, dentro de un cuadro de recesión.

Pocos economistas creen en las proyecciones de reducción de la inflación y de tasas de interés que están implícitas en las últimas decisiones del Banco Central. Al revés, hay quienes opinan que su muy serio consejo está tratando de introducir algo de optimismo en el escenario futuro, pero que la realidad de un período recesivo será casi imposible de evitar.

El exministro Rodrigo Valdés dijo esta semana que podría ser “la oportunidad para volver a ser adultos”, lo que significa dejar trabajar a la conducción económica, despejando esa maraña hiperpoblada de subsecretarios y funcionarios menores que la contrarían en cada paso, juramentados con un programa de gobierno que se hizo bajo condiciones (y conocimiento) muy diferentes de las actuales.

Todos los gobiernos se aferran a sus programas y se templan en la ilusión de que fueron elegidos debido a ellos. Hace mucho tiempo que las cosas no son así. De los gobiernos ya no se espera que cumplan con lo que diseñaron en un pizarrón, sino más bien que actúen con madurez y flexibilidad para responder a la naturaleza voluble de la realidad. Un gobierno moderno debería saber que cuando pierde popularidad no suele ser porque no cumple su programa, sino más bien porque, por insistir en lo mismo, no está viendo ni lo que pasa ni lo que viene.

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