Columna de Ascanio Cavallo: La propiedad del silencio
Si tenía alguna intención de hacerse famoso (no hay por qué suponerlo), José Miguel Ahumada lo consiguió en unos pocos minutos. Famoso a la escala diplomática, se entiende. Tampoco más, pero nada menos. Su nombre ha volado desde hace días entre las cancillerías de al menos 64 países con los que Chile tiene tratados económicos y comerciales de cinco tipos diferentes. Y todo esto, porque el subsecretario de Relaciones Económicas Internacionales -un cargo nuevo, creado hace sólo cuatro años por el Presidente Sebastián Piñera, como sucesor de la exitosa Dirección de Relaciones Económicas- dijo, primero, que el gobierno revisaría los tratados comerciales y, después, que los sometería a una consulta popular de la cual no se sabe sino que tendría varios meses de duración.
Las preguntas de las cancillerías extranjeras tienen lógica. ¿Quién es, cuánto pesa, cuánto mide? ¿Es la opinión del ministerio? ¿Tiene el respaldo del Presidente? ¿Maneja el Congreso? Y si va a revisar algún tratado, ¿tendrá la deferencia de avisar?
Un tratado internacional siempre es bilateral o multilateral, es decir, tiene una o más contrapartes. Está en su lógica esencial que si una parte quiere revisarlo o modificarlo, la otra deba estar de acuerdo. Cualquier acción que signifique forzar una modificación es interpretada, inevitablemente, como mala fe. Y en efecto lo es, porque en un tratado la palabra empeñada es más importante que la firma.
Lo que no está en el silabario, pero que sí saben los historiadores, son las condiciones en que Chile promovió esos tratados. El término es crucial: los promovió, los buscó; que se sepa, nadie vino a suplicarle a la Cancillería chilena que firmara uno.
Hubo dos motivaciones para hacerlo. La primera, donde se superpusieron los gobiernos de Aylwin y Frei, fue política: bajo Pinochet, Chile había sido un país paria; los embajadores debían sudar para vender o comprar cosas y, peor aún, para concertar visitas. Restaurada la democracia, era fundamental recuperar prestancia en la escena mundial. Chile podría aprovechar el dividendo democrático en la medida en que mostrara su voluntad de integrarse entre los países pacíficos, respetuosos de los derechos humanos y abiertos al escrutinio público. Los primeros tratados comerciales fueron a la par con los de derechos humanos y las cláusulas democráticas.
La segunda motivación, con la que se superpusieron los gobiernos de Frei y Lagos, era económica. En los años 90, el mundo iniciaba un proceso galopante de globalización, de la mano con las comunicaciones y con el libre tránsito de personas y bienes. Quedarse al margen significaba crear una desventaja automática para la siempre pequeña producción chilena, con su endémica dependencia del cobre. Y, por otro lado, para esa producción era fundamental derribar las barreras arancelarias y paraarancelarias que impedían a los exportadores chilenos llegar a otros mercados con precios competitivos.
De acuerdo con las cifras del Banco Mundial, en 1973 las exportaciones constituían el 13,3% del PIB. Hoy llegan hasta el 31%: casi un tercio de lo que “gana” Chile depende de esto. (En el momento de gloria, en el primer gobierno de Bachelet, el 2007, llegaron al 45% del PIB, un récord que fue muy importante para resistir la crisis mundial que sobrevino al año siguiente).
Pero por alguna razón más bien mitológica, muchos críticos de estas políticas parecen partir de la base de que los tratados fueron impuestos a Chile, y que las contrapartes sacan continua ventaja de ello. Hay una urgente necesidad de ubicarse: en Estados Unidos hay unos 20 estados que tienen PIB más grandes que Chile, y uno (California) que lo multiplica por 10. En China hay a lo menos 30 ciudades que tienen más habitantes que todo Chile. En India, ni hablar.
Hay quienes dicen, con aire de sospecha, que estos tratados protegen en exceso a los inversionistas de sus países. Vuelta al silabario: toda cláusula de protección de inversiones es recíproca. Los inversionistas peruanos están protegidos en Santiago porque los chilenos están protegidos en Lima. Ah, pero los tratados sacan las controversias de la jurisdicción chilena, las pasan a tribunales externos. Así es: de nuevo, con reciprocidad. Lo mismo ocurre hoy con las violaciones a los derechos humanos; si los perseguidos chilenos hubiesen tenido esas cláusulas en la época de Pinochet, todo habría sido muy diferente. Ninguna de estas cosas es estática: la evolución de las relaciones internacionales ha seguido la flecha del progreso. La razón es que, en general, son llevadas por gente inteligente, atenta a los encadenamientos de sucesos que a la mayoría le resultan inconexos.
Otros, como el subsecretario, estiman que los tratados no favorecen cambios en la estructura productiva chilena y, por lo tanto, son medio culpables de las desigualdades. No dice que tampoco impiden los cambios. Es inicuo pensar que a Brunei le tenga que importar que Chile produzca otras cosas; lo que sí le importa, y mucho, es que Chile cumpla con lo que ha dicho y firmado. La otra tarea le corresponde, sin excusas, al gobierno.
Tampoco es cierto que los tratados fueron firmados hace ya mucho tiempo. La mayoría han sido actualizados, en algún caso más de una vez. Hoy están en el Parlamento varias actualizaciones, con nuevos estándares ambientales, laborales y de género. El Acuerdo con la Unión Europea, que siempre fue mucho más que mero comercio, está en trámite para convertirse en un documento de última generación.
Los tratados han sido fundamentales para seguir el movimiento del mundo en favor de los chilenos, aunque esas ventajas sean difíciles de describir. Hace 30 años, diplomáticos inteligentes se anticiparon a orientar a Chile hacia el Pacífico, cuando Asia apenas despuntaba. Hoy, cerca del 60% de las exportaciones van hacia allá, y la mitad, a China.
Tendría que haber una buena, muy buena, incombustible razón para someter a todos esos socios comerciales a una duda intempestiva sobre el compromiso de Chile. Hace bastante más de dos milenios, Aristóteles intuyó lo que sería la regla de oro de la diplomacia: las personas son prisioneras de sus palabras y sólo son dueñas de sus silencios. El silencio del Presidente, que hasta ahora sigue siendo el conductor exclusivo de la política exterior, quizás sea una manera de mantener esa propiedad.
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