Columna de Ascanio Cavallo: “La victoria del dolor”

LA MONEDA: 4 de Mayo 2023
4 de Mayo del 2023/SANTIAGO El Canciller Chileno, Alberto van Klaveren, se refiere a las medidas tomadas por parte del gobierno venezolano para repatriar a sus compatriotas que se encuentran en la frontera de Chile con Peru. FOTO: SEBASTIAN BELTRAN GAETE / AGENCIUNO


Una nueva guerra ha estallado en el mundo. En cierto sentido, más peligrosa, más insidiosa, más perturbadora que la invasión de Rusia a Ucrania. La masiva incursión terrorista de Hamás sobre Israel ha sido, sin duda, una declaración de guerra. Su único equivalente contemporáneo es el ataque a las Torres Gemelas por parte de Al-Qaeda, en el 2001. Como entonces, el ataque del sábado 7 ha sembrado la confusión y ha hecho pensar a muchos que hay algo de la identidad palestina envuelta en la niebla de la guerra. Al-Qaeda se refugiaba en Afganistán, Hamás es financiado por Irán. La mecha de la bomba siempre es muy larga.

Es útil recordar que Hamás es, primeramente, un grupo religioso. Su nombre es un acrónimo de “Movimiento de Resistencia Islámica” y su programa original es el establecimiento de una teocracia en los territorios que hoy ocupan Israel y Palestina y en todo el Medio Oriente. Gobierna la incomprensible Franja de Gaza con un régimen de partido único y se opone totalmente y con fuerza a la Autoridad Palestina elegida en Cisjordania. No es un grupo que promueva la tolerancia, la paz, ni menos la democracia. Y se declara en guerra contra Israel no solo como Estado judío, sino como representación de Occidente dentro de lo que considera su territorio.

En consecuencia, después de los ataques del sábado 7, el Estado de Israel ha pasado a considerar a Hamás como una amenaza existencial, no meramente política ni territorial. Al parecer, una de las principales fallas de inteligencia fue justamente la idea de que este era solo un grupo vociferante y jamás saldría de las fronteras de Gaza.

Tras el ataque del sábado se ha desarrollado una minusvaloración similar del adversario, pero invertida: “Sabemos que son cobardes”, dijo a The Economist Moussa Abu Marzouk, miembro del politburó de Hamás, “sabemos que no pueden combatir en el terreno”. Lo más probable es que también se equivoque, porque cuando una amenaza se convierte en existencial, solo queda la guerra total. Israel buscará liquidar a Hamás, sin importar cuánto se demore; Hamás espera que esas operaciones israelíes sean salvajes y motiven la movilización de otros grupos islámicos, como Hezbolá en el Líbano, además de mayor apoyo de los países que ya los financian, como Qatar e Irán. La mecha larga.

Hamás no logró ese respaldo para su golpe sorpresivo, pero quiso recordar a los países árabes sus viejas refriegas con Israel: el sábado 7 se cumplían 50 años de la guerra de Yom Kippur, que en 1973 enfrentó a Israel contra cuatro de sus vecinos, además de fuerzas de otros ocho países árabes y… Cuba. También se produjo cuando se anunciaba la cercanía de la firma del primer acuerdo de Israel con Arabia Saudita. La Casa de Saúd es la principal enemiga de Irán en la región, aunque también es auspiciadora de las madrasas wahabistas donde se reza por la destrucción de Occidente.

Casi nadie duda de que la guerra terrestre será sangrienta y despiadada. Hamás se preocupó de ponerle ese marco asesinando a niños y mujeres, familias inermes y pacíficos habitantes de los kibbutzim (que buscan formas alternativas de vida junto a la tierra), y tomando rehenes para usarlos como escudos humanos o materias de canje. El propósito visible, como el de todos los movimientos terroristas de la historia, es polarizar, eliminar los matices, crear combatientes donde antes hubo vecinos.

A las 10.19 del sábado 7, el canciller chileno, Alberto van Klaveren, escribió en su cuenta de X un mensaje en el que describía los hechos como “ataque terrorista contra Israel” y expresaba su solidaridad “con las víctimas y sus familiares”. A esa hora, el mundo ya se había convertido en una red de mechas encendidas y no era difícil imaginar que esa impecable declaración no caería bien en una parte del gobierno. Así fue: hubo más declaraciones, enredos y hasta una inopinada polémica con el embajador de Israel. Nada que el ponderado canciller Van Klaveren pudiese desear.

Pero todo eso dejó de importar cuando apareció en escena, dos días después, el jefe último de la política exterior, el Presidente, que vino a definir la doble versión, el equilibrio interno: condena el ataque y condena los abusos israelíes en la Franja de Gaza. Dijo que no se trataba de empate, pero describía un empate. O quizás ampliaba el contexto, como hizo el Partido Comunista en su declaración, exactamente lo que no quería que se hiciese en el recuerdo de los 50 años del golpe de Estado: “El contexto es la justificación y busca el empate”, decía entonces. ¿Y en el caso de Hamás? Solo Carmen Hertz se atrevió a disentir. Para el resto, ha sido más fuerte la voz del alcalde Jadue, más palestino que comunista.

El presidente se demoró, aunque dice haber aprendido del conflicto desde que viajó a Cisjordania como diputado, en el 2018. Estaba invitado por la Autoridad Palestina, para una especie de “visita guiada”, y opinó por Twitter casi todos esos días. El anfitrión puso todo a su disposición, como hacen muchos países, pero nadie puede creer que de eso se obtenga el conocimiento integral de un problema. Ni siquiera lo espera el anfitrión.

Qué difícil. Con justicia, hay que decir también que es más difícil llevar la política exterior cuando hay una guerra. Requiere de bienes escasos, como conocimiento, convicción y coraje. Chile ya tiene el triste récord de haber decidido su bando en la Segunda Guerra Mundial cuando el otro ya estaba vencido. Mientras el Presidente viaja por otro avispero, la China de la hipervigilancia de Xi Jingping, la guerra muerde en Ucrania, desgarra en Gaza, atenaza en Israel.

Va ganando el dolor, no la diplomacia.

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