Columna de Ascanio Cavallo: Lo que se vota
Las constituciones, ya se sabe, son una obsesión latinoamericana. En ninguna otra región del mundo se han escrito tantas constituciones, ni menos una cantidad tal con propósitos autoritarios. En su famoso memorando a la Junta, conocido como “Comité Creativo”, Jaime Guzmán avanzó como nadie el destino del régimen que emergía del Golpe de Estado, producido sólo unos días antes. De la propia violencia del Golpe se desprendía, según su razonamiento, que el nuevo régimen debía ser un proyecto transitorio, pero de refundación nacional. De allí nacía la necesidad de… una nueva Constitución.
Los intérpretes de la Constitución de 1980 nublarían el cielo si pudieran volar. Pero muy pocos de ellos -por ignorancia o por omisión- han notado el hecho de que Pinochet no gobernó con esa Constitución, sino con sus artículos transitorios, excepto en los últimos dos años. La Constitución de 1980 era, siempre fue, un instrumento para controlar la transición, no para servir de corsé a la dictadura. La transición respondió con un sostenido esfuerzo por modificarla y quitarle sus rasgos autoritarios, lo que vino a lograr Ricardo Lagos en el 2005, tras 15 años de insistencia. Pero antes de que pasara un mes, ya se pedía, el mismo año y en la misma Concertación, una nueva Constitución.
Casi dos décadas más tarde, el Frente Amplio llegó al poder con una prioridad: nueva Constitución. Según dijo Giorgio Jackson, sin ella no se podría cumplir el programa de gobierno. El cuatrienio de Gabriel Boric quedaba atado, según esta singular lógica, a conseguir primero el máximo y después los mínimos. Remedaba en esto, incluso sin saberlo, no a los gobiernos anteriores, sino al de la Unidad Popular, que partió en 1970 declarando su decisión de tener una nueva Constitución. El destino de ese propósito (no el resto de la historia) fue también sorprendentemente similar: la Unidad Popular no consiguió nunca la mayoría para lograrlo y el Frente Amplio contempló con estupor el estrepitoso rechazo del suyo el 4 de septiembre pasado.
En las elecciones de mañana ya no se juega nada parecido, sino más bien la posibilidad de que 1) se produzca un texto constitucional moderado y abierto, que no favorezca en particular a ningún programa político, o 2) que no haya reforma y siga vigente la Constitución actual.
El primer resultado dejará insatisfechos a los maximalistas de izquierda y de derecha, pero es probable que garantice cierto grado de gobernabilidad por un período prolongado. Los maximalistas de ambos lados podrán iniciar desde ya la campaña para rechazar el texto en el plebiscito de diciembre, incluso aliarse, pero eso no haría más que confirmar su condición de minorías y su inviabilidad para ser gobierno.
El segundo resultado, en cambio, mantendrá vigente la alta polarización política que ya vive el país, una fractura que herirá al actual y a los siguientes gobiernos.
Es altamente especulativo interpretar el rechazo del proyecto de la Convención del 2022 como un movimiento pendular hacia la derecha, como si los mismos electores, maníacos profundos, hubiesen pasado a destrozar lo que habían elegido un año antes. Parece más razonable entender que apareció en ese momento un país que no había votado en los comicios anteriores, al que el texto propuesto le resultó ajeno, hostil y desproporcionado, un rechazo del que participaron votantes de derecha, centro e izquierda. De otro modo no se consigue un 62% con 13 millones de electores.
Si esto es así, entonces es probable que el plebiscito de mañana apunte a la configuración de un Consejo Constitucional con elementos moderados, no maximalistas, y dispuestos a enfrentar negociaciones intensas sobre los desacuerdos. ¿Hay bases para sostener esto? Pocas. Las encuestas no ofrecen indicios muy claros. Lo que hay es un antecedente que tiene una significación mayor de lo que aparenta: la configuración de las listas. Este proceso puede haber tenido motivaciones muy diferentes, pero el hecho macizo es el resultado: dos listas de derecha, dos listas de izquierda y una lista que puede jugar para los dos lados. No había habido un panorama más sencillo desde los años del sistema binominal.
A diferencia de lo que hicieron en sus países Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega, y lo que habría querido hacer Podemos en España, una Constitución negociada entre fuerzas equivalentes, con mayorías y minorías relativas, no podrá ser la base de un programa de gobierno, idea que es en sí misma una aporía del constitucionalismo, sino solamente el marco de las instituciones y los individuos y el sistema político que los rige.
Si hay algo que aprender de la Constitución de 1980 es que la pretensión refundacional conduce a un esfuerzo de resistencia y demolición que puede durar décadas. La Convención del 2022, con apasionada ignorancia del pasado y su estética antirrepublicana, no lo aprendió.
Así le fue.
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