Columna de Ascanio Cavallo: Lo viejo y lo nuevo
El Presidente Lula ofendió al Presidente Boric en la conferencia de prensa que dio al finalizar la Cumbre Celac-UE. Se permitió atribuir el llamado del Presidente chileno a condenar la agresión de Rusia contra Ucrania a la “ansiedad” de un debutante en las cumbres multinacionales, en un claro esfuerzo por infantilizarlo y desacreditar su invocación. Si esto no es ofensa, entonces no existen las ofensas.
A pesar de lo que implican sus palabras -que él sí es un gobernante experimentado-, Lula parece haber olvidado que, sentado en el foro de Bruselas, la palabra de Boric es la del Estado de Chile, no la de la juventud de su Presidente. Es un desliz inaceptable en un gobernante de la principal potencia regional y, peor aún, en el país que ha sido un aliado histórico de Chile. Lula parece creer que la diplomacia presidencial es un liceo, si se recuerdan las veces que le pedía al Presidente Lagos que “enseñara” a Hugo Chávez.
El Presidente Boric hizo lo correcto al decir que no se sintió ofendido. Es una manera adecuada de aplicar el viejo refrán español: “No ofende quien quiere, sino quien puede”. Quizás ha sido un exceso agregar que se siente parte de la “misma familia”, es decir, de la izquierda, incluso de esa izquierda tradicional (la de Petro, López Obrador, Alberto Fernández) que de todos modos considera al Frente Amplio como un grupo de muchachos cuicos que no saben nada de la vida real. Para ser una familia, es bastante poco acogedora. Y logra intimidar al Presidente: de otra manera no se explica que cada vez se obligue a subrayar su identidad de izquierda, como si siempre estuviese en duda.
Pero el Presidente y Chile deben tomar nota: al segundo Lula, o al viejo Lula, no le gusta que lo contradigan, ni con los derechos humanos en Venezuela ni con la Rusia de Putin, y sus lealtades internacionales, al parecer, ya no están con la región, sino con los Brics, con todo lo que eso implica en relación con Rusia y China. Lula ha optado por redibujar los derechos humanos (la situación venezolana, para él, es sólo “una narrativa”) y entrar en las grandes ligas con una posición propia. Es positivo que el Presidente Boric le haya dicho que esa posición no será la de Chile. Pero por eso el viejo Lula se enojó.
Los países son más evaluados por sus asuntos internos que por sus opiniones externas. Y lo que parece estar copando la cabeza del Presidente es la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado. Después de la renuncia de Patricio Fernández, que mostró las severas limitaciones de conseguir acuerdos internos, todos los esfuerzos del gobierno están concentrados en la Cancillería, la deriva más extraña de los últimos tiempos: el ministerio que acuña medallas, que organiza actos, que tiene a sus embajadas buscando rastros y motivos para interesar a alguien.
El Presidente ha arrastrado por Europa sus propios mitos y fantasías, con consejeros (que no son de la Cancillería) que los comparten y los alientan, sin nadie que le advirtiera que había algo muy excéntrico en ese trasiego, entre otras cosas, porque, igual que en Chile, en otros países las cosas tampoco fueron tan simples.
Siguiendo ese esfuerzo inusitado, el Presidente partió a Francia declarando que el golpe en ese país es “muy, muy sentido”. Es de suponer que no tiene tan claro que en la Francia de ese momento gobernaba George Pompidou y, desde mayo de 1974, Valéry Giscard d’Estaing, ambas figuras relevantes de la derecha francesa. Ninguno quiso cortar relaciones con el régimen de Pinochet y uno de sus embajadores, en 1974, autorizó que la DINA ingresara a su sede a capturar a los refugiados, que hicieron un intento desesperado por incendiarla antes de ser reducidos. Todos ellos, salvo dos, están desaparecidos.
Tampoco sabrá de la asistencia de los militares franceses, entrenados en Argelia, que viajaron a Chile a instruir a la DINA en métodos de tortura -igual que los militares brasileños, ya que hablamos de Lula-, ni de la colaboración entre ultraderechistas franceses e italianos para apoyar la Operación Cóndor en Sudamérica.
El Presidente Boric asistió al estreno de un documental acerca del heroico papel de los embajadores franceses que estuvieron en Santiago en los primeros seis meses tras el Golpe. Pero, ¿conocerá el corto del gran documentalista Chris Marker titulado La embajada (Film 8mm trouvé dans une embassade, 1973)? En 21 minutos, Marker presenta a un grupo de asilados apretujados en el living de un recinto diplomático, cuyo diálogo consiste en las mutuas recriminaciones por sus actuaciones moderadas o ultristas en el gobierno derrocado, una asombrosa e incómoda anticipación de lo que sería el debate posterior de la izquierda.
En fin: que no hay muchas razones para que esos recuerdos sean “muy, muy sentidos” en Francia, excepto para lamentarlos o para que el Presidente Emmanuel Macron acepte con entusiasmo simulado la pasión hipermnésica de Boric. (Siempre que no se note, por supuesto, la baja sensibilidad del visitante hacia los problemas actuales de su anfitrión).
Al revés de lo que cree Lula, el Presidente Boric muestra una presencia de líder afrontando con una mirada fresca los problemas nuevos del orden mundial; eso le ha permitido emplazar a sus pares de la región a adoptar una posición de derecho y a descubrir, en el mismo paso, que esa especie de “Unidad Popular sudamericana” que parece haber imaginado no era más que humo. Pero en cuanto empieza a ingeniar una política exterior fundada sobre hechos del pasado que conoce mal, esa figura se desvanece, para dejar paso a un simple fan o, lo que es peor, a un hombre joven haciendo de viejo. ¿Acaso no fue eso lo que pareció ofreciendo una medalla a Baltasar Garzón?
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