Columna de Ascanio Cavallo: Mirar a Montevideo
“El pasado es un país extranjero: las cosas se hacen de manera totalmente diferente allí”. Esta es la célebre primera línea de la novela El mensajero, de L.P. Hartley, que sugiere que es muy difícil recomponer el pasado, incluso si es uno mismo quien lo ha vivido. “El pasado no pasa”, escribió el historiador egipcio-francés Henry Rousso, en referencia a la decisión de sostener la memoria por encima del tiempo y, en ocasiones, en contra de las evidencias. Son las dos maneras de ver el pasado. En parte depende de la voluntad, en parte de los traumas, en parte de lo que se ha querido creer.
Esta semana, Uruguay recordó el 50° aniversario del autogolpe de Estado de Juan María Bordaberry, que puso fin a la otra más longeva democracia sudamericana e instauró una dictadura militar por 12 años, cinco menos que la chilena. El único acto oficial del martes 27 fue una ceremonia con los cuatro presidentes vivos, una gala de sobriedad estrictamente republicana; el resto corrió por cuenta de la civilidad uruguaya.
En contraste, el gobierno chileno empezó a hablar del cincuentenario del Golpe desde el día que asumió y estuvo por largos meses entusiasmado con la idea de una conmemoración monumentalizada por el Estado. El encargado presidencial del asunto, Patricio Fernández, fue el primero en matizar: la ocasión serviría, más o menos, para hablar de la democracia.
Pero la verdad es que la democracia chilena vivió su año más triste del siglo XX antes, durante y después del 11 de septiembre. Hay poco que hablar de eso. Un segundo problema es casi peor: en tal caso, sería muy sesgado hablar sólo de la derecha, los militares golpistas, Richard Nixon; también sería preciso decir algo sobre la relación que en esos años tenían con la democracia el PS, el PC y el MAPU, los partidos dominantes de la Unidad Popular. Y otro problema: ¿No habría que hablar también de la democracia para Cuba, la URSS, Berlín, Checoslovaquia y el maoísmo, como mínimo?
Boric parece haber creído inicialmente que resucitaba a una izquierda en estado de hibernación, una libélula congelada en el tiempo. Pero ¿qué izquierda? En 1973 había por lo menos dos, o quizás tres o cuatro y más… Naturalmente, algunas historias quieren saltarse este problema; otras, destacarlo. Todas comparten el mismo defecto: son sólo una porción mistificada de los hechos. Los malditos hechos de 1973 fueron más crueles, infames y ambivalentes de todo lo que se suele decir. Y eso, sin entrar en la todavía problemática figura de Allende.
Con un par de libros más y una opinión ya nueva, el Presidente declaró, en una entrevista en Chilevisión, que “se habla mucho de la Unidad Popular y yo creo que es un período a revisar. Y desde la izquierda tenemos que ser capaces de analizarlo con mucho mayor detalle y no sólo desde una perspectiva mítica”.
Estas frases echaron fuego en la coalición oficialista. Pero no en el PS, el partido que dio la espalda al Presidente Allende, sino en el PC, que fue el más leal hasta la caída de La Moneda. Curioso: el futuro de entonces -el presente, ahora- ha dado la vuelta hasta invertir los papeles. El PS hizo su largo proceso autocrítico para establecer que se equivocó en tratar de acelerar lo que Allende quería refrenar. El proceso del PC lo llevó a la conclusión contraria.
Contemplando (es de imaginar que con cierta impotencia) las agudas divisiones de hoy, Boric también dijo, en su cuenta al país, que esperaba que la conmemoración de los 50 años fuese “un acto de unidad”. Esto es imposible. No existe forma alguna de dar contenido unitario al quiebre más traumático del siglo XX chileno. La confirmación la ofreció unos días después el secretario general del PC, Lautaro Carmona, que declaró que el de la UP “es un proyecto inconcluso, pero no derrotado”. Desde luego que esto no fue así para la mitad del país, por lo muy menos, y para el de hoy no podría ser sino una querella de abuelos.
En su monumental estudio Las suaves cenizas del olvido, publicado hace ya 24 años, Elizabeth Lira y Brian Loveman demostraron que la división entre grupos y proyectos antagónicos se remonta en Chile hasta 1814, y quizás antes. El intento de negarlo sólo se explica por el deseo de disminuir lo que Ricardo Capponi llamaba la paranoiagenésis, la emergencia de estados mentales paranoicos o maníacos. Las sociedades viven de aplacar la paranoia, no de excitarla.
Entonces, ¿qué razones tiene el gobierno para asumir la conmemoración de los 50 años? ¿Quiere acaso construir una “historia oficial”? Las autoridades dicen que no. A algunos de sus partidos les gustaría que sí. Y entre sus militantes circulan tres explicaciones, todas off the record: la táctica (“impedir que lo cope la ultraizquierda”), la patológica (“está en el ADN del Frente Amplio”) y la orwelliana (“quien controla el pasado, controla el futuro”). Ninguna de ellas es mental ni moralmente sana. Todas son una trampa conceptual para un gobierno que trata de resolver sus problemas, no de incrementarlos.
¿Solución? Bajar el tono, dejar el asunto a la civilidad y alentar el debate pluralista y abierto. Mirar a Montevideo.
Allí las cosas suceden de manera totalmente diferente.
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