Columna de Ascanio Cavallo: ¿Qué clase de día es este, padre?
Si se cree a las encuestas, aunque sólo sea un poco, hay que concluir que el gobierno ha obtenido todo lo que no quería con la conmemoración de los 50 años del Golpe: indiferencia, enojo, polarización, culpabilización (¡en contra del Presidente Allende, nada menos!) y, sobre todo, hastío, un inmenso hastío, acaso porque no hay nada que hastíe más que recordar el odio, propio o ajeno.
El no-plan del gobierno -o, según algunos, el que desechó al sacar a Patricio Fernández como coordinador- terminó en un frenético esfuerzo del Presidente Boric por obtener una declaración común acerca del valor de la democracia. O sea, el mínimo, lo más cerca de la nada que es posible en política. ¿No habrían firmado una declaración como esa los partidos de 1973, en una época en la que cada uno interpretaba la democracia a su antojo, más o menos igual que ahora?
La recolección de firmas culminó en un fracaso anunciado, con la excepción de los cuatro expresidentes, cuyo compromiso con la República está fuera de dudas. Y exacerbó todo lo demás, porque un texto común no se negocia -ni menos se impone- en 36 horas, por frenéticas que sean. El no-plan no está a la altura de La Moneda.
A unas pocas horas de que se inicie el 11 de septiembre, el oficialismo casi ha conseguido que vuelva a ser un día feriado.
Algunos quizás ignoran esto, otros querrán invertirlo para reescribir la historia: el 11 fue un día feriado -¡de fiesta!- durante 24 años, un día que militares y carabineros recordaban como una victoria, como si fuera lo que decían unas grandes fechas (1810-1973) grabadas en el gran salón del actual GAM: la “segunda liberación nacional”. El feriado sólo se fue desdibujando cuando se inició la transición, cuando también desaparecieron las grandes fechas y la idea que transmitían. Sólo entonces se impuso la razón más razonable: el 11 no es un día para celebrar. La paradoja es que quien lo eliminó como feriado fue, precisamente, Pinochet, en sus escasos meses, ya no como general, sino como senador vitalicio, antes de que lo arrestaran en Londres. Con su audacia aprendida, Pinochet se paró desde el fondo del Senado, fue a votar por la nueva ley en el centro de la sala y luego pasó a sentarse por unos minutos en el sillón del presidente. Era la irrisión final del 11 de septiembre.
El 11 es el día de una desgracia. El Golpe de Estado es una parte de ella, acaso la principal desde el punto de vista de las instituciones. La otra, la más profunda, es el quiebre de la convivencia civil, el enfrentamiento entre dos Chile llevado hasta lo intolerable. Desde este punto de vista, el 11 es puro dolor y no hay ninguno de sus protagonistas -gente ya mayor, inevitablemente- que no lo recuerde de esa manera. Para algunos de ellos, estos días han sido terribles, como lo fueron por 24 años las manifestaciones marciales de los feriados.
No son las élites las que están enojadas. Esa historia de unos privilegiados que discuten a solas, en medio de un país que vive al margen, como una taza de leche, ajeno a la hiperinformación que lo circunda, no es creíble ni sostenible. Es más sano aceptar lo contrario: es el país el que está enojado y el único que tiene la posibilidad de bajar esa ansiedad ahora es el Presidente. Le quedan unas horas para hacerlo, aun sabiendo que las fuerzas de cólera que ha desatado el no-plan pueden todavía permanecer ahí, agazapadas, esperando que despunte el nuevo día.
La única reescritura organizada, hasta aquí, es la del Partido Comunista, que mostró su desconfianza hacia el Presidente forzando la salida de Patricio Fernández, en un gesto que no habría cometido el PC que respaldó a Allende. Invadido por la culpa de haber estado indefenso, el PC cambió esa línea y se propuso revertir el pasado, incluyendo esa posición moderada que tuvo entonces, como diciendo que no la volvería repetir -no la historia, sino la moderación-. ¿Tiene sus motivos? Claro, todo el mundo los tiene. Pero gracias a la ostentación vehemente de sus motivos -atravesada, todo hay que decirlo, por una elección interna, una tensión entre facciones- se han levantado, con parecida estridencia, los motivos de los otros y así está ahora el país: crispado, enojado, ingobernable.
“La memoria no es pública, Gabriel”, le dice el profesor Santoro a uno de sus discípulos, en Los informantes, la angustiosa novela de Juan Gabriel Vásquez sobre gente con la cara vuelta hacia el pasado. “Eso es lo que tú y Sara no han entendido. Ustedes han hecho públicas cosas que muchos queríamos olvidadas”. ¿Qué quiere olvidar el profesor Santoro? La culpa. La culpa de haber sido testigo de una historia terrible, invasiva, inescapable. La culpa de todos.
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