Columna de Ascanio Cavallo: Recado para la izquierda
Susan Neiman se pasó buena parte del 2023 recorriendo Europa para promover su último libro, escrito con la sensación de que “no podía esperar, era demasiado urgente y necesario”, según dijo en una entrevista con la revista Quillette. Neiman, judía y estadounidense, es una de las más destacadas especialistas en filosofía moral y hoy vive y enseña en Alemania. Su texto “demasiado urgente” fue traducido al español y acaba de llegar a Chile con el título Izquierda no es woke (Debate, 2023). Su finalidad es demostrar que muchos elementos de la moda woke no son de izquierda, y algunos de ellos son más bien profundamente reaccionarios, aunque sus promotores ni se den cuenta.
No es fácil definir lo woke, en parte porque no es un movimiento, sino muchos, y porque algunas de sus ideas arrancan de desarrollos filosóficos o seudocientíficos muy oscuros. Es más fácil reconocer lo woke por sus métodos: la cultura de la cancelación (la funa), la intolerancia a los matices, el rechazo de la negociación, la inclinación por el juicio lapidario.
En general, lo woke identifica a un reclamo en defensa de minorías discriminadas, lo que coincide con el impulso general de la izquierda a favor de los oprimidos. La diferencia es que el wokismo convierte en esenciales esos elementos, como si ellos definieran toda la experiencia humana. Por lo tanto, a una forma de tribalismo -Neiman prefiere esa palabra a “identidades”- que encierra a las personas en pequeñas esferas autoalimentadas. En particular, las de “los dos aspectos de la identidad sobre los cuales tenemos menos control, y que mejor pueden servirte como víctima”: el género y la etnia. (Para los excesos en estos ámbitos resulta complementario el libro de la psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco El yo soberano [Debate, 2023]).
Neiman cita al historiador Benjamin Zachariah: “Hubo un tiempo en que esencializar a las personas se consideraba algo ofensivo, un poco estúpido, antiliberal y antiprogresista, pero en la actualidad sólo es así cuando lo hacen los demás. Autoesencializarse y autoestereotiparse no sólo está permitido, sino que te empodera”.
Neiman recuerda que el término woke (stay woke = mantente despierto) apareció en un tema del cantante de blues Leadbelly en 1938, en protesta contra la condena a muerte de nueve jóvenes negros. Su actualización, sin embargo, sólo se remonta a la década pasada: “Fueron los niños desengañados de la era Obama los que encendieron el movimiento woke en los campus de las universidades estadounidenses”, escribe. Y ha mantenido su llama precisamente en las universidades, refugio y laboratorio de las demandas (con sus respectivas teorías) de género, raciales, ambientales, psicológicas, lingüísticas e históricas, para enumerar sólo las principales. Muchos de estos grupos nacen de derivas de otros y de alianzas de ocasión. La filósofa se declara espantada por las expresiones de apoyo a los ataques de Hamás del 7 de octubre, celebrados por muchos de esos jóvenes como “actos de liberación”. En puntos como este, dice, la confusión entre woke e izquierda “desacredita a la izquierda”.
Como habían notado antes el filósofo Richard Rorty y el historiador Mark Lilla, Neiman ve el curioso puente, tendido por grupos académicos, entre el filósofo francés Michel Foucault, supuestamente de izquierda, y el jurista nazi Carl Schmitt. Ambos compartían “el rechazo a las ideas de humanidad universal, a la distinción entre poder y justicia, así como un profundo escepticismo respecto de cualquier idea de progreso”. También rechazaban el racionalismo de la Ilustración, que a Foucault le parecía un fraude destinado a encubrir nuevas formas de poder. Schmitt, como Heidegger, cargó hasta el final de sus días con un antisemitismo pertinaz, que veía “a los judíos como emblemas de todo lo que odiaba del mundo moderno”. La idea de “humanidad”, para Schmitt, era una invención judía, que es lo mismo que alguna vez dijo Adolf Eichmann.
Schmitt se negaba a distinguir entre poder y justicia y Foucault rechazaba que fuese posible una distinción moral entre inocencia y culpa. Después de un célebre debate en 1971, Noam Chomsky dijo que Foucault era “el hombre más amoral que haya conocido”. ¡Chomsky!
Inspirados en parte por ellos -y por pensadores que los han seguido, como Giorgio Agamben, Judith Butler, Chantal Mouffe-, la cultura woke se encapsula en sus causas tribalistas, alimentando un pesimismo derrotista con el implícito de que poco y nada se puede cambiar. La vehemencia de sus argumentos, dice Neiman, “sobre la importancia de los pronombres es la expresión de personas que temen poseer escaso poder para cambiar cualquier otra cosa”.
El argumento central de Izquierda no es woke es que debido a estas tendencias se han ido abandonando los “tres principios esenciales para la izquierda: el compromiso con el universalismo, una distinción clara entre la justicia y el poder y la posibilidad del progreso”. Una conversación con el activista indio Harsh Mander, cuenta Niman, la hizo agregar un cuarto principio: el compromiso con la duda. Mander le dijo que no sería comunista porque no podría apoyar a ningún movimiento que le impidiera cuestionar las cosas. Eso incluye la idea de que ni siquiera el progreso es inevitable, dado que la historia muestra muchos momentos de retroceso. “Nada resulta más absurdo, en este momento de la historia, que el hecho de que un progresista descarte las ideas de otro por diferencias sobre lo que se considera o no discriminación”.
¿Por qué es esto urgente? Porque puede estar próximo uno de esos momentos de retroceso. A Neiman le parece que el mundo vive un auge del protofascismo -Trump, Modi, Le Pen, Netanyahu- y se necesita una especial lucidez para enfrentarlo antes de que sea tarde.
Nada menos.
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