Columna de Ascanio Cavallo: Senderos que se bifurcan
El paro de los camioneros, con su extravagancia y su escalamiento de amenazas, es menos significativo como problema político que como uno de los epifenómenos que empezarán a desafiar al gobierno a medida que se consolidan los síntomas de una recesión económica. Hay otros: la proposición de un sexto retiro de los fondos previsionales, la demanda de universidad universal por parte de los secundarios, la expansión de los delitos de alta violencia, el alza casi ineludible del transporte, y así por delante. Verlos como situaciones aisladas es la peor manera de prepararse para lo que viene.
Descontadas las anomalías producidas por las revueltas de fines del 2019, Chile no encaraba una recesión desde el 2009, cuando fue eficazmente combatida por el gobierno de Bachelet 1 con el apoyo de una caja fiscal rebosante de ahorros. Ese arsenal no existe ahora. Los recursos, el gobierno y las ideas son infinitamente más frágiles que entonces.
Durante el 2023, un año que al parecer será largo, largo, el gobierno enfrentará encrucijadas en todos los ámbitos posibles; la principal: evitar el aumento de la pobreza. Este es el centro de todo. Para la coalición que gobierna, entregar un país con más pobreza de la que recibió sería, más que un fracaso, una condena. Y ante ese drama, el Presidente Boric tendrá, gruesamente hablando y como suele ocurrir, unas tres opciones.
La primera es seguir como lo ha hecho hasta ahora, navegando en ese desfiladero que dejan Apruebo Dignidad y el Socialismo Democrático, moviendo la cabeza para uno y otro lado, esforzándose por mantener la lealtad de ambos y recordándoles, cada cierto tiempo, que sin él jamás habrían llegado a La Moneda. Una manera jabonosa de mantener el poder y también de compartir las responsabilidades si las cosas no van bien. Un poco de tolerancia con los pequeños descriterios, un grado de competencia (entre las dos coaliciones) dentro de los ministerios y la fidelidad a la dimensión generacional. Ninguna de estas tres cosas ha dado muchos beneficios hasta ahora (más bien al revés, si se juzga por las encuestas), pero son las que mejor aseguran que el Frente Amplio no se hunda en la irrelevancia. Por cierto, este esquema tiene el riesgo de que alguno de los socios estime que seguir junto al gobierno tiene más costos que beneficios. Ese, en todo caso -si se permite una profecía-, no será el PC.
La segunda opción es inclinar derechamente al gobierno en la dirección de una socialdemocracia recargada, con más estatismo, más “política industrial”, menos mercado de capitales, más América Latina y menos Pacífico, y ese mantra conceptual, poco denso pero ya instalado, del “Estado social y democrático de derechos”, estampado, en lo posible, en una nueva Constitución. Una socialdemocracia post Tercera Vía, con un retorno más decidido al dirigismo redistributivo, como ha sucedido en parte de Europa.
El problema, claro, es que la socialdemocracia no tiene el glamour de hace unos 30 años, entre otras cosas porque, como ha dicho Peter Sloterdijk, “siempre supo representarse como el mal menor” dentro de un mundo bipolar. Desde que el poder mundial se ha venido distribuyendo de otra manera, las ideas empiezan a repetirse, con ese ciclo de éxito y fracaso que sigue a todas las ideas que han dejado de ser nuevas. La socialdemocracia puede ser poco atractiva para una generación que se proponía cambiarlo todo, pero ofrece, en cambio, una combinación exitosa entre vocación por el progreso social y adhesión a la democracia.
La tercera alternativa está también peligrosamente a la mano. Consiste en polarizar el debate público, enfatizar en una política de símbolos y definir con más fuerza al enemigo como “los otros”, “la élite”, guardando para los propios la superioridad moral que Giorgio Jackson sólo alcanzó a enunciar antes de retractarse, aunque ya se pudo adivinar en ese momento el propósito de sacarse de encima precisamente a la socialdemocracia. Convertir al país en un tablero con una mayoría de amigos y una minoría de enemigos: eso es el populismo. Cristóbal Bellolio lo ha definido más extensamente en su libro El momento populista chileno (Debate, 2022), que sitúa en un desarrollo desde el 2006 en adelante.
El populismo no es nuevo. Tiene una ramificada historia en el siglo XX, con cierto apogeo en los años 30. El maestro universal, inigualado, excelso en el desarrollo de sus dos o tres ideas centrales, no ha sido Mussolini ni Trump, sino Juan Domingo Perón, que supo convertir la política en una inmensa puesta en escena, elegir perfectamente a sus enemigos y demostrar que el populismo puede ser de izquierda o de derecha, e incluso las dos cosas al mismo tiempo. No es casual que el principal renovador teórico, el fallecido Ernesto Laclau, haya sido argentino, ni que su viuda, Chantal Mouffe, muestre un vivo interés por el Chile de hoy.
En el centro del populismo está lo que fue el descubrimiento mayor de Maquiavelo hace cinco siglos: que el principal fin del poder es el mismo poder. Lo fundamental es conservar el aparato del Estado, aunque para ello suele ser necesario cambiar la Constitución, la judicatura, la policía y los medios de comunicación; suele ser necesario adecuar y crear leyes para concentrar poder en el Estado. La historia más triste de América Latina la escribe hoy en Nicaragua el matrimonio Ortega-Murillo después de desarrollar todos esos recursos.
Sin embargo, parece ser que el populismo necesita ciertas raíces para florecer con brío. En Chile le ha ido generalmente mal, carece de historia y sufrió una derrota elocuente en el plebiscito de septiembre, a pesar de que algunas de sus principales figuras llegaron a perfeccionar una idea muy complementaria para el populismo: la política de la víctima. Pero esa es otra historia.