Columna de Ascanio Cavallo: Sinopsis de la sociedad violenta
La paradoja más chillona, más estridente, más burlesca y sardónica de estos días es la siguiente: el gobierno debutante proclama su fervor por la educación pública y la Convención Constitucional, siempre un paso más lejos, casi la santifica como la única educación posible; y eso, en el mismo día, hora y acaso minuto en que la educación pública se incendia en los patios de los que fueron sus mejores colegios. Es lo que Fromm llamó pensamiento doble.
Hace unos días, el profesor Gonzalo Saavedra, rector dimisionario del Instituto Nacional Barros Arana, el histórico INBA, describía su desaliento tras las experiencias de violencia con sus alumnos, uno de los cuales lo estrelló de una patada contra una reja: “A nadie le interesan estos cabros”.
La destrucción de los colegios mal llamados “emblemáticos” comenzó con la leyenda de la selección. En verdad, el Instituto Nacional, el Liceo 1, el Liceo de Aplicación, el Barros Borgoño, el Carmela Carvajal, el INBA, el Amunátegui, no deberían ser definidos por una metáfora vacía y pacotillera, sino por su condición esencial: colegios públicos, estatales, laicos, de alta calidad docente y de selección.
Hay alguien -más de alguien- que ha creído que selección es sinónimo de discriminación o segregación social, de seguro ignorando que en esos colegios fue donde radicó por dos siglos la zona más importante de las transferencias interclasistas en Chile. No han sido colegios de la aristocracia ni del lumpen, sino de toda la ancha franja intermedia que ha formado la mayoría del país. No ha habido otros espacios donde se pudiera aspirar a un cambio en las condiciones de vida en una sola generación. Tampoco han sido colegios para “igualar la cancha” desde la partida, porque la mayoría sólo imparte los cursos del ciclo secundario (desde séptimo básico o primero medio, según el enfoque), cuando los niños ya tienen un currículo y los padres han tomado una decisión sobre su futuro. De esa lógica nacía su selectividad.
En los últimos años, ya no necesitan seleccionar. Simplemente, no llenan sus cupos; no hay postulantes suficientes y será difícil que los haya mientras sea ostensible que en ellos hay más jornadas de violencia que de clases. Avanzan hacia un destino de edificios en ruinas.
Nada ha sido más destruido que el Instituto Nacional (como síntesis y decano). El lunes 23, un grupo de alumnos incendió la Inspectoría General, el sancta sanctorum de la disciplina interna. Al parecer, conmemoraban la ingloriosa muerte de un anarquista cuando le estalló una bomba por anticipado. Lo mismo hacían, a 15 cuadras, otros alumnos del Liceo de Aplicación, vestidos también con los overoles blancos que son el traje de guerra del anarquismo, ya no “punki”, sino estandarizado.
A esos muchachos los han convencido de que es necesario destruir para construir lo nuevo. Alguien debería aclararles que no, que no es así, que esa no es más que una figura retórica, porque una vez liquidado, el Instituto Nacional desaparecerá para siempre, repudiado como la chatarra intelectual hacia la que va derivando, sostenido apenas por unos pocos profesores ya exangües.
Alguien debería decirles también que es falso que sea necesario eliminarlo para crear un modelo perfecto de educación pública igualitaria, porque tal modelo simplemente no existe. La muy admirada educación holandesa no sólo es selectiva en términos académicos, sino, además, durante la trayectoria de los alumnos, el tan famoso como temido tracking. Y en la francesa, es en esa franja donde se inicia nada menos que la carrera de los políticos y altos funcionarios del Estado.
Alguien debería decirles que el Instituto Nacional brilló por su actividad política -y fue la cuna de muchas carreras políticas-, no por la violencia. El molotov no era un argumento. El Centro de Alumnos podía ser disputado a garabatos, no a cuchillazos. No es la política la innovación, no es la politización, sino la creencia de que la violencia es una forma superior de la política.
Y alguien debería decirles, por fin, que hay una ideología que los detesta, que los quiere ver en el suelo o entre las llamas, porque ya es bastante desagradable que hayan llegado allí como para que, además, obtengan una educación de calidad. La expresión naif y remota de ese rencor fue el ministro que les quiso quitar los patines, Nicolás Eyzaguirre, en la época en que era arrastrado por la ley de Peter a la condición de titular de Educación. Hay otras muchísimo peores.
La adolescencia es dura, incómoda e insegura. Se es todo y nada. El futuro es una escalera para arriba y para abajo. La vida se ofrece y se esquiva. “Hay algo aterradoramente puro en su violencia y su sed de autotransformación… su rabia es combustible”, escribió Philip Roth a mediados del siglo pasado. Y cien años antes, Dickens ya divisó a esos docentes en los que impera “la ficción lamentable y ridícula de que todos los alumnos son niños inocentes”. Por 200 años, comprendiendo lo uno y lo otro, hubo en el Instituto Nacional comunidades sucesivas que lo convirtieron en el modelo de la educación pública, estatal, laica y de alta calidad. Las de los últimos años lo han transformado en la imagen de unas generaciones infernales, “dispuestas a hacer cualquier cosa que, en su imaginación, pueda cambiar la historia” (Roth, de nuevo).
Sería injusto -incompleto- no agregar que la violencia que impera en los colegios públicos es un espejo deformado de la violencia que se ha tomado a amplias capas de la sociedad chilena, frente a la cual este gobierno, como los anteriores, interpone más declaraciones que acciones, un empedrado de buenas intenciones. Es muy violento que los jóvenes preparen cócteles incendiarios en sus patios, pero no lo es menos que otros circulen con puñales o destornilladores, como dijo el exrector de INBA. La violencia incontrolada de estos jóvenes es la sinopsis de la sociedad de mañana.
La educación pública está perdiendo su batalla de fondo en el Instituto Nacional, mientras quizás la esté ganando en la categoría de las frases vacías.
Sería el crimen histórico de la clase política de estas épocas.
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