Columna de Ascanio Cavallo: Sobre las palabras
Nada es más fácil que enrostrarle al Presidente Gabriel Boric las contradicciones entre sus afirmaciones actuales y las que hizo en fechas recientes, no más atrás de tres años. Lo mismo se puede hacer con todos los altos funcionarios de su gobierno.
Las razones son múltiples -no soñaban ser gobierno, enfrentaban a un régimen de derecha, se sentían tenores de la rabia callejera, etcétera-, pero quizás todas se pueden resumir en una: tenían una idea mayormente caricaturesca del Estado, del gobierno y de la política. Pasaron demasiado bruscamente de la antipolítica con bajas responsabilidades a la política con altas responsabilidades. Por eso no es extraño que los que cometen menos errores sean los que transitaron por el Congreso.
De allí nacen muchos de los tropiezos factuales y conceptuales que han sufrido los ministros repetidamente. No se han terminado ni se terminarán hasta que comprendan bien dónde están y quiénes son sus peores aliados. Eso existe en toda coalición y no hay juramento de lealtad en el que no esté inscrita también la traición. (A los adversarios, hay que suponer, ya los conocen, aunque todo adversario político puede también convertirse en un aliado en el momento menos pensado).
Pero así como no hay nada más fácil que enrostrar, tampoco hay nada más cansador. Los políticos son contradictorios porque la vida es contradictoria. La exigencia de pureza es la peste religiosa de la modernidad.
La cuenta pública del miércoles ofreció abundantes indicios de que el Presidente ha tomado nota de todo eso. No era una cuenta, como nunca son las primeras, pero tampoco era una repetición del programa del Frente Amplio ni de la coalición de La Moneda. Curiosamente, era algo más, algo que debió radicar menos en la elaboración del texto que en los preparativos para leerlo. Era, si se puede decir así, un testimonio de maduración, desde la cima de un gobierno en el que aguas abajo abunda una tendencia lenguaraz del tipo impetuoso de la adolescencia.
El Presidente Boric inició su inserción en el ancho curso de la historia de Chile durante su campaña de segunda vuelta, por lo que se ha venido despojando de su traje de ruptura desde mucho antes que sus compañeros. Lleva más tiempo y más conciencia de Estado, como siempre pasa con el Presidente en Chile: en la misma noche de su triunfo comienza la distancia con sus equipos. Casi no puede ser de otra manera.
El momento climático -aunque menor- de esa inserción ha sido la disculpa a Piñera por criticar su manejo de la pandemia. Innecesariamente, agregó que esos ataques fueron “con buenas intenciones”, lo que no es cierto; olvida el Presidente que por esos días se quería derrocar al expresidente. (Pero cuánto le habrá costado ese olvido piadoso con sus aliados, que al día siguiente ya se anunciaban nuevas investigaciones para las víctimas del 18 de octubre).
El Presidente mantuvo una sobriedad republicana, habló sin desbordes e hizo promesas con convicción moderada, como quien ha terminado por comprender que no se puede hacer todo y que el calendario corre más rápido mirado desde el trono. Pareció comunicar algo diferente e indefinible, quizás un nuevo momento, otra etapa.
Y, por sobre todo, el mensaje del Presidente hizo algo más sutil, quizás menos perceptible, acaso exagerado si se lo pone en palabras: se distanció de la Convención Constitucional. No de su propuesta, no de una nueva Constitución, no del Apruebo o el Rechazo, sino del tono. De la intemperancia y de la estridencia. No siguió ese ambiente de país en guerra y en deuda, de querellas inmemoriales, de reivindicaciones barristas, de naufragio de un orden. Al contrario: comunicó razonablemente la noción de que su gobierno seguirá más allá del plebiscito del 4 de septiembre, no se agotará en el texto constitucional y no dependerá de él para llevar adelante su proyecto, le cueste menos o más. El país -sugirió Boric- existió antes que esto y existirá después.
Por supuesto, toda interpretación supone la existencia de lo que Freud llamó un contenido manifiesto y un contenido latente, y esa diferencia parece por sí misma una alteración fastidiosa de lo que está a la vista, de lo que se entiende y no necesita exégetas. Pero al discurso político no se lo puede dejar solo. Cuando se trata de un gobernante, es preciso leer entre líneas y hasta fuera de las líneas. A menudo, esto también molesta a los gobiernos.
Que es el momento en que interviene toda esa panoplia de excesos que los gobiernos cometen cuando creen que deben ser dueños de una sola interpretación: segunda cadena televisiva, minutas, resúmenes, clips, material recocinado, panfleteo, lo que hoy se llama ampulosamente “copar la agenda”. Patadas en la guata.
A esa parte del gobierno le extraña, le sorprende que menos de 24 horas después de la cuenta el país haya seguido hablando de la inseguridad, la violencia y el costo de la vida, en vez de abrazarse por los compromisos sociales. Pero no tiene nada de raro: es cierto que en materia de seguridad pública los anuncios han sido demasiado genéricos (cuando no inconvincentes); y que en materia económica ha quedado rebotando la pregunta acerca de dónde obtendrá los recursos para cumplir todas las promesas. La idea de que los proveerá una reforma tributaria sólo se puede creer con la fe del carbonero.
El Presidente está siendo dañado por esos problemas, aunque sus asesores insistan en negarlo. Pero es difícil pedirle respuestas cuando no parece tenerlas. Todo lo que se le podría exigir es una voluntad, una cierta conciencia que, como la cuenta pública, vuele un poco por sobre las palabras.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.